A lo largo de su dilatada historia, Izquierda Unida ha incurrido en todos los errores imaginables. Una excepción: nunca le había dado por hacer suyo el lenguaje que es el propio a la CEOE. Ahí ha debutado Pablo Iglesias, una vez olvidadas sus promesas de humildad. Al contrario, ha experimentado un ascenso: empezó hablando como un simple profeta y ahora ya lo hace como todo un jefe de personal. La transcripción de sus declaraciones en torno a IU supuran la fetidez inherente a la prosa de los ERE. La suya es una carta de despido, el último aviso de un inminente desahucio. Los motivos son que IU no ha dado la talla, no está capacitado para desempeñar su trabajo, de acuerdo con el dictamen del líder de Podemos. A estas alturas del fraseo, me da igual si tiene razón o en qué medida la tiene: cuando se adopta ese tono prevalece el retintín chulesco, el taladrante aliento de los que proclaman “yo ya te lo dije”. Pablo Iglesias no está haciendo un diagnóstico político, sino acometiendo un ajuste de cuentas. Su soflama no revela una visión del mundo, sino una forma de relacionarse con él. Todo suena a “está usted despedido”. Cada frase es la sublimación de los sueños más inconfesables de un capataz emprendedor. Por ningún lado aparece la dicotomía izquierda/derecha, ya lo sabíamos; tampoco la de arriba/abajo. Lo que queda es la tensión ganadores/perdedores, y “yo quiero ganar”, una proclama sobre la que se desmayaría cualquier adulto de izquierdas. Iglesias recupera el viejo verbo de la derechona de los tiempos de José María Cuevas para recordarle a IU que ha vivido por encima de sus posibilidades, que es inútil y que debe abandonar la casa porque la audiencia así lo ha decidido. Alguien que se sienta en el sofá ante un invitado como Iglesias lo hizo ante Alberto Garzón sólo se merece que le saquen un pipermint. Y que le obliguen a bebérselo. A Pablo se le ha quedado cara de tener siempre razón y de no perder una sola oportunidad de recordárselo a quien quiera escucharle: lo uno es malo; lo otro, insoportable.