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Alberto Moyano

El jukebox

Simpatía por el proletariado

Las clases más bajas de la sociedad no sólo han servido por definición de mano de obra barata para la producción de bienes materiales, sino que se han revelado a lo largo de la historia del siglo XX y lo que llevamos del XXI como una fuente cultural inagotable en todos los órdenes. También en este caso, la producción es rápidamente enajenada en beneficio de las elites. Pasó con el tango, el jazz, el blues, el flamenco, el fado o la bossa nova, que hace tiempo que abandonaron los humeantes antros en los que nacieron para ocupar las diáfanas salas de conciertos. Cualquiera de estos géneros es susceptible de acabar protagonizando la más pulcra de las producciones de Carlos Saura o en modo banda sonora de Almodóvar, para solaz del público ilustrado. Se llevaron a Caetano Veloso y nos dejaron a Shakira, siempre de acuerdo con las leyes de mercado que rigen hasta en ámbitos impensables.

La cosa no había de quedar ahí. El público occidental con inquietudes ya no da más de sí como para hacerse cargo de otro museo diseñado por el más laureado de los arquitectos, ni con más centros culturales en edificios concebidos como una parte más del espectáculo, quizás la más importante. De ahí que la tendencia natural haya derivado hacia la ocupación de espacios de trabajo, mejor cuanto más fabriles. Frente al titanio se alza el ladrillo rojo y los materiales más bastos. Ahí donde la clase obrera se deslomó durante décadas hacen cola ahora los turistas en bermudas. Y como «hicieron sus fábricas al lado de nuestras casas» ?que cantaba Evaristo? también algunas de aquellas viviendas concebidas en su día como revolucionarios alojamientos del proletariado se han transformado en carísimas viviendas en manos del burgués bohemio ?en francés, «bobo»?. Puede que todo esto empezara en Berlín, lo cierto es que se ha extendido por toda Europa, una de sus primeras manifestaciones aquí fue cuando el «barrio chino» barcelonés se transformó en «El Raval». Qué decir del desaparecido Somorrostro, reconvertido en territorio olímpico y cuya memoria preserva ahora una placa inaugurada por las autoridades locales.

Como no podía ser menos en cualquier derivada cultural, la gastronomía también ha entrado en esta dinámica con forma de espiral. Cuando los comensales ya han recorrido todos los establecimientos galardonados con estrellas no sé qué, cuando se ya ha hecho la digestión en los restaurantes diseñados por los más reputados interioristas y cuando se ha rematado todo con un gintónic selvático, aún queda una última frontera: el bareto de toda la vida que ha sobrevivido a lo largo del tiempo sirviendo el menú del día a albañiles, pescadores, todos los gremios de la construcción o lo que sea, con tal de que el trabajo conllevara esfuerzo físico. En cuanto al local, mejor cuanto más cochambroso, más auténtico. Pero la prueba del siete es eso de «no hay carta, aquí el cocinero cada día te saca lo que quiere». Figuran ya incluso en las mejores guías turísticas, siempre bajo idéntica entradilla: «No os dejéis engañar por su aspecto de cuchitril, en su interior sirven los mejores…» Añádase aquí la especialidad regional.

El proceso de apropiación de lo ajeno continúa. Resultaría temerario aventurar que la cosa se va a quedar aquí. Tan sólo urge identificar nuevos ámbitos sobre los que clavar los afilados colmillos que siempre dignifican lo popular al elevarlo al nivel de lo culto y de culto.

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