La izquierda se divide entre quienes consideran que la ideología es un sofá en el que instalarse ricamente para ejercer a perpetuidad de ornamento, a la espera de que venga alguien a redecorar el salón de acuerdo con sus indicaciones, y quienes la adoptan a modo de trampolín, cuando no de catapulta, para ir a otro sitio. Hay quien pone su cerebro –mayor o menor– al servicio de la ideología y hay quien pone la ideología al servicio de su cerebro, y en este punto, hay que recordar que primero fue el cerebro y sólo después la idea.
Puede que haya que ser todo un experto en política catalana para calibrar hasta qué punto ha acertado o errado la CUP en su rechazo a apoyar la enésima investidura de Mas como president, pero basta una solitaria neurona para advertir la profunda contradicción que encierra dimitir a causa del cumplimiento de la promesa que, sin resquicios para la duda ni ambigüedades, el propio Antonio Baños se hartó de formular antes y después de las elecciones del 27 de septiembre. «No votaremos ‘sí’ a un gobierno presidido por Artur Mas», un candidato «quemado» por la corrupción y los recortes. «Nuestros lemas son promesas», proclamaba hace nada Antonio Baños, de cuyo carisma y don de gentes nadie duda, por más que éstos nunca deberían ser el contrapeso de lo que uno dice y hace. El ya exdiputado de la CUP juró que su formación no investiría a Mas y llegado el momento de cumplir su palabra, ha decidido dimitir en desacuerdo con lo prometido. Ya hay quien confronta esta promesa concreta con otras mucho más vagas y difusas, como su «compromiso de trabajar por mayorías independentistas o ser garantes de la aceleración del proceso». En cualquier caso, correspondería al interpelado explicar cómo pensaba conciliar dos promesas, no ya contradictorias, sino incompatibles según se han encargado de demostrar los hechos.
Baños ya acertó en el diagnóstico del 27-S pero patinó en el tratamiento. «La declaración unilateral iba ligada al plebiscito. No se ha ganado, no hay proclamación». Y de seguido, añadía que los resultados sí legitimaban el inicio de un proceso de «ruptura». Un perfecto galimatías por cuanto a nadie se le escapa que en la Europa de 2016 resulta del todo imposible sacar democráticamente adelante un proceso de independencia con el apoyo del 48% de la población. Sin un cambio en la relación de fuerzas, lo mismo da un día, que seis meses o dieciocho, la proclamación es inviable porque el 52% sigue superando al 48%. Esta evidencia se convirtió, sin embargo, en motivo de farragosas elucubraciones en virtud de las teorías más alucinadas.
Y por último, causa pasmo contemplar cómo los más feroces críticos con la Santa Transición invocan ahora con el fervor del converso el principio supremo sobre el que se construyó íntegramente aquel proceso: el sacrificio de las propias convicciones en el altar de un supuesto bien superior, en este caso, un procés calificado hace apenas unos días por el también ya exCUP Xabier Monge como «el mayor fraude de la política catalana», espoleado por «un mandato inexistente, una hoja de ruta en blanco, una legislatura muerta. Y aún hablamos de investir al mayor cadáver político del momento», concluía.
Por todo lo dicho, resulta extraordinariamente complicado abordar estas cuestiones sin recurrir a expresiones como “afán gregario”, “prietas las filas”, “fe del carbonero”, “adhesión inquebrantable”, “obediencia debida”, “confianza ciega” o “pensamiento vicario”, a la vista de que puestos ante la manida encrucijada que plantea “¿a quién vas a creer, a mí o tus propios ojos?”, proliferan los sumisos que responden: “A ti, a ti, a ti”.