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Alberto Moyano

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Historia de dios en una esquina

«Mientras me hacía viejo y acumulaba memorias, me empecé a sentir más triste por las desapariciones de personas y algunos lugares significativos. Especialmente problemática me resultó la callada remoción de edificios. Sentía que, de alguna manera, ellos tenían una especie de alma. Ahora sé que esas estructuras son mucho más que edificios sin vida. Es imposible que, habiendo sido parte de la vida cotidiana, no absorbieran de alguna manera la radiación de la interacción humana. Y me pregunto qué queda cuando se tira abajo un edificio». Son palabras del maestro de cómic Will Eisner en el prólogo de su álbum ‘El edificio’.

Ahora que parece inminente el derribo del número 19 de la calle Miracruz de Donostia, esquina con la calle Gloria, uno puede jugar con la hipótesis de Eisner y suscribir que si aceptamos que las personas tienen alma, quizáslos edificios también la tengan. Y llevando el argumento un poco más allá, se dará de bruces con una evidencia: si la de las personas es susceptible de compra-venta, materia de transacción económica, qué decir de la de los edificios.
En esa esquina, en los setenta, vi desde un balcón cómo un agente de la Policía Nacional, uno de los ‘grises’, disparaba con su pistola en dirección a los escombros de la antigua Plaza de Toros de El Chofre, en donde se atrincheraban los manifestantes bien pertrechados de piedras y otros elementos arrojadizos. Quién sabe si fue el mismo día en el que mataron a José María Ripalda en la vecina calle Padre Larroca.

Con el tiempo, la calle Gloria se convirtió en probablemente la más transitada de Donostia por las furgonetas de la Policía, que cada tarde-noche acudían desde el cuartel de Atotxa en dirección a aquella Rentería sin cuartel. Frente a esa misma casa, un tramo de la vía férrea ofrecía un tiro diáfano sobre la calle Miracruz y probablemente no hay piedra más consistente que la que se puede encontrar junto a raíles y traviesas. Demasiado riesgo para los vehículos policiales, que con las sirenas encendidas, esquivaban escarmentados el peligroso punto desviándose por Gloria y continuando por José María Soroa. Así, cada noche.

Unos años después, a mediados de los ochenta, fueron las brigadas contra el vicio en que se constituyeron los comandod de ETA las que estuvieron a punto de dar al traste con la casa mediante una bomba cebada con excesivo de material explosivo. Colocado en la puerta del bar Medialuna, la explosión sacudió de madrugada las ya por entonces vetustas vigas de madera de la casa. De los seis pisos del edificio, sólo los del sexto conservaron intactos los cristales de las ventanas. La casa permaneció una temporada temblando como un flan. Por lo demás, tras la estéril ‘ekintza’ que provocó el cierre del bar no se registró mejora alguna en los hábitos de la juventud del barrio.

Ahora, una inmobiliaria ha comprado el número 19 del inmueble y ha pretendido hacer lo mismo con el 21, aunque en este segundo caso se ha topado con la negativa de dos vecinas. Una de ellas es mi madre, que entró a vivir en la que todavía es su casa allá por 1954. Desde entonces, junto con mi padre, la cuidó, adecentó y acometió en calidad de presidenta de la comunidad las dos principales reformas: instalación del ascensor y pintura de las fachadas. Desde los 85 años que la contemplan, resulta especialmente ridícula por hilarante la oferta de los compradores de permutar la vivienda actual por otra nueva, a dos años vista.

Con todo, el mayor estupor no se deriva de la pasión por la excavadora -el instrumento musical donostiarra por excelencia- que exhiben los emprendedores inmobiliarios locales, sino de su escaso tino a la hora de elegir el diseño de sus nuevos proyectos. Ningún derribo hubiera generado tanta indignación de no ir acompañado del fotomontaje del nuevo proyecto, definido atinadamente por alguien como las sobras del Basque Culinary Center. Uno se pregunta por qué habrían de tener ética quienes carecen hasta ese punto de estética.

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