Alberto Moyano

El sueño americano consiste en nacer en el seno de un clan patricio, ser el más popular del instituto, liderar la hermandad más prestigiosa de la universidad, servir con los marines en alguna guerra, regresar al hogar intacto, completar una exitosa carrera empresarial y alcanzar ese estatus en el que, cada vez que pasas frente a una casa, dudas si no será tuya.

En esas anda el candidato republicano a la Casa Blanca, John McCain, quien a la pregunta de si sabe cuántas casas tiene, respondió que no. Al parecer, son siete u ocho, cifra similar a la de aquel candidato a diputado foral que tampoco conocía al detalle sus propiedades inmuebles, aunque para su desgracia, el fisco sí.

En contra de lo que pudiera parecer, la respuesta de McCain le acerca a su electorado y refuerza los mecanismos de identificación con su figura. Por aquello de que los extremos se tocan, la gente corriente comparte las incertidumbres del candidato republicano. Colocados en el trance de contestar a la misma pregunta, la mayoría de los ciudadanos replicaría que una, cuando la respuesta correcta es ninguna, tal y como el banco se encargará de probar, en caso necesario.

Cogido en renuncio, McCain ha reaccionado con celeridad y ha acusado a su rival demócrata, Barack Obama, de ser también un “millonario”. Lo ha dicho como quien lanza un escupitajo, pero ha servido para confirmar lo que ya sospechábamos: el sistema ama a todos los millonarios por igual, al margen de su raza, religión o sexo.

Qué equivocados estábamos. Toda la vida especulando sobre la posibilidad de que un negro, una mujer o un hispano llegara a ocupar la Casa Blanca, cuando la cuestión crucial es saber si algún día podrá hacerlo un asalariado.