Felipe González y Carmen Romero se separan después de cuatro décadas de matrimonio, un par de ellas vividas en régimen de cese temporal de la convivencia. Si nos atenemos a los antecedentes, lo más seguro es que el propio interesado se haya “enterado por la prensa”, en expresión que él mismo tanto popularizó allá por los noventa.
La historia de ‘Isidoro’ es la historia de varias rupturas: con el marxismo, con el socialismo, con Alfonso Guerra y, ahora, con su mujer. Hasta el cura que les casó hace 39 años colgó al poco tiempo los hábitos.
Su trayectoria es paralela a la que ha seguido el propio país: del seiscientos al tercer coche. De hecho, su esposa habrá sido seguramente la primera en comprender que si el González de hoy en día jamás se sentaría en la mesa con el joven sudoroso, mal afeitado, de pelo grasiento y expresión de jabalí que era él mismo hace treinta años, menos iba a seguir casado con la mujer que se enamoró de semejante ejemplar, la cual, por cierto, ha pasado del pisito a La Moncloa y de allí al chalé de Somosaguas, sin desprenderse del aire a profesora de instituto que traía cuando llegó.
Hace mucho que la relación González-Romero transmitía una sensación inequívoca muy parecida al tedio insondable. Actualmente, el ex presidente es un maduro de aspecto distinguido que se cree interesante y que sólo se codea con estadistas frustrados, tipo Cebrián.
Mientras Aznar no pierde ocasión de manifestar la profunda decepción que le han causado todos y cada uno de los españoles, Felipe se hace el ensimismado, ayer con los bonsais, hoy con la artesanía, y sólo levanta la cabeza para comentar con desdén algunas absorciones entre grandes empresas petroleras.
Así las cosas, puestos a buscar nueva pareja, no iba a hacerlo en las filas de la Federación Socialista o en el llamado cinturón rojo de Madrid. Ha preferido pescar en el distinguido barrio de Salamanca, en donde reside la agraciada, seguramente, una socialista de toda la vida, pensamiento Boyer, por supuesto.