El tercer asesinato registrado en Gipuzkoa en los últimos diez días trae consigo una constatación descorazonadora: en materia criminal, seguimos en la prehistoria.
Una lectura guipuzcoana del famoso ‘Del asesinato considerado como una
de las bellas artes’ reduciría el libro de Thomas de Quincey a la condición de
clásico de la ciencia-ficción, a colocar en la estantería justo entre ‘Utopía’, de Tomás Moro y ‘Nire aitaren etxea’, de Gabriel Aresti.
Un cuchillo, una recortada y unos aperos de labranza han sido los instrumentos utilizados en estos sucesos que, mal que nos pese, nos devuelven al corazón de aquello que se llamó ‘la España negra’ y que, al menos a la hora de ajustar cuentas, reafirman nuestro carácter inequívocamente hispano, al margen de las últimas corrientes europeas.
Este historial negro, más propio de la rumba que del zortziko, viene determinado por las motivaciones de los criminales, de un atavismo tan pasmoso que no deja margen para rastro alguno de postmodernidad: celos de pareja y padrastros contra hijastros.
Se ve que la causa determina el medio. Dicho de otra forma: nos pondremos a matar en plan I +D + I mediante la inoculación en nuestro enemigo de algún virus letal cuando la causa de nuestra ira sea el borrado del disco duro, una infidelidad en Second Lilfe, el robo de la Blackberry o un sabotaje al power point.
Y un apunte sobre la detención del presunto pederasta que fotografiaba menores en playas y jardines donostiarras: el clamor popular que reclama que se haga pública su identidad atenta no sólo contra la presunción de inocencia del individuo en cuestión, sino sobre todo contra cualquier perspectiva de futuro de sus hijos, inocentes cebos en toda esta historia.