Los verdes tienen el ritmo en la sangre. Al menos, Michael Jackson lo tenía. Poco más se sabe a ciencia cierta. Seguramente era un genio de la música, la danza y la merdadotecnia. El resto es un gran enigma. A medida que creció su fama su figura se fue haciendo lejana, como cuando miras a través de unos prismáticos puestos del revés.
Por lo demás, estaba loco. Hay que estarlo para aspirar a vivir rodeado de niños sin que haya por medio lazos de sangre o interés sexual. La vida infantil es invasiva y conlleva una imparable degradación de la calidad de vida, no por deseado menos lamentable.
Un vecino de los últimos etarras detenidos en Francia aportaba ayer mismo un ejemplo ilustrativo que da cuenta del estado mental en el que vive inmerso cualquier padre occidental del siglo XXI. Cuando la Policía francesa le despertó tirando abajo con un ariete la puerta de los terroristas, lo primero que pensó este padre de familia fue que “mis hijos pequeños habían hecho alguna”.
Por lo demás, el caso Jackson demuestra hasta qué punto estos querubines de almas níveas rebosantes de inocencia se manejan fenomenal en este mundo de oropeles, famoseo y grandes fortunas.
Porque si alguien anónimo con el aspecto de Jackson a consecuencia, pongamos, de un accidente pirotécnico pretendiera acercarse a menos de quince metros de una de estas criaturas bondadosas los alaridos pavorosos, los llantos desconsolados y los aullidos desatados harían saltar por los aires hasta el vidrio de las jarras de cerveza.
Sin embargo, el hecho de que el hombre desfigurado fuera mundialmente idolatrado y enormemente rico alumbraba ese sentimiento de ternura y familiaridad que te lleva incluso a dormir acurrucado en su regazo. Y con el permiso paterno, por supuesto. Dios bendiga a unos y a otros.