Vivimos tiempos de cambios. Las sociedades tienden a hacerse cada más complejas y nuevos retos aguardan respuestas urgentes. De nada sirve mirar hacia otro lado. Es el momento de coger el toro por los cuernos y afrontar el desafío. No podemos perder el tren del futuro. Nuevos grupos sociales han llegado hasta nosotros y están aquí para quedarse.

Es el caso de las medusas, como podría haber sido el de los piratas somalíes. En ambos casos, las respuesta debería ser la misma. De hecho, conviene no dilatar aún más los plazos y reconocer, sin asomo de duda, que esta circunstancia afectará a nuestro modelo de convivencia.

Su llegada masiva a nuestras playas por enésimo año consecutivo no debe leerse en clave de turismo mochilero. Al cotrario: supone una gran opoprtunidad. El donostiarra, en particular, y el guipuzcoano, en general, han acreditado una infinita capacidad en materia de integración y ésta aquí siempre se produce en el terreno de la ingesta, hablemos de animal, vegetal o mineral.

Así pues, procede reiterar el llamamiento a nuestros innovadores más pujantes -es decir, los cocineros- para que se pongan manos a la obra y reconviertan este especimen de indiscutible aspecto repugnante en uno o varios suculentos pintxos veraniegos.

Luego ya discutiremos sobre qué vino es el más apropiado para su acompañamiento y sobre qué curso de verano procede adjudicarle. Un buen blanco puede servir para el primer caso, mientras que ‘La medusa en la sociedad del conocimiento’ o ‘La medusa: paradigma de la transversalidad’ podrían ser un par de ideas para el segundo.

Se trata de sumar, no de restar. Hay que incorporar la medusa a nuestra oferta turística y, por qué no, a la dieta cantábrica. No basta con que aquí se coma como en ninguna parte. Hace falta además que aquí se coma lo que en ninguna otra parte.

El objetivo no estará cumplido hasta que el día en el que, tras ser informado en la pescadería de que hoy hay medusa, repliques con un suspicaz: “¿Pero será de aquí, no? Que peruana, no quiero”.