“Una de las grandes estafas que se perpetraron fue imponer el CD y
hacernos creer que sonaba mejor. Nosotros los músicos sabíamos
que sonaba peor, pero a todo el mundo le convenía el cambio de formato.
Era una manera de que las compañías hicieran dinero”.
Son palabra del músico estadounidense John Mellencamp, recogidas hace unos meses en el diario ‘Público’, pero se podrían aplicar con fidelidad al libro electrónico, ese artefacto que comienza a morder ferozmente a diestro y siniestro para hacerse con un lugar bajo ese sol que llamamos mercado.
Tras colonizar el planeta enterito, el sistema procede ahora a la autocolonización, empezando por los jóvenes y los niños y esgrimiendo la palabra ‘nuevo’ como un arma infalible. Una vez más, somos invitados a interpretar el papel de indios que, como es tradición, intercambian felices el oro por las baratijas.
Si el libro electrónico hubiera sido una realidad desde hace décadas, ahora ponderaríamos las ventajas de la última novedad, el libro impreso. A saber: el poder evocador de sus cubiertas, la belleza tipográfica de sus textos, la suavidad de sus lomos, el olor de la tinta y el tacto de sus páginas.
Curiosamente, nunca como ahora se hizo tanto hincapie en la importancia educacional del entorno como forma de redención e incluso los arquitectos se afanan en demostrar que nada desactiva tanto la neurosis agresiva de la gran ciudad como la construcción de barrios armónicos. Y es que un libro siempre será el libro, mientras un libro electrónico jamás pasará de ser un plasticorro con lucecitas.
De todas las formas, en este juego el papel más triste lo están interpretando editores y libreros que, en vísperas de su aniquilación, se empeñan aún en proclamar que todo esto no supone el fin de su negocio, sino tan sólo un desafío “porque en chino crisis y oportunidad se designan con la misma palabra y bla, bla, bla…”. De pena.
Y por cierto: si alguien sueña con la convivencia de ambos formatos a medio y largo plazo, valdría más que fuera desengañándose. La experiencia demuestra que el mal gusto envuelto en tecnología desaloja cualquier otra opción y termina imponiéndose por aclamación. Aunque, en efecto, suene peor.