Francia, y especialmente su gobierno, andan revueltos estos días ante los 23 suicidios que la compañía France Télécom ha registrado en su plantilla en el último año y medio, unas cifras que ni la más activa célula de Al Quaeda está en condiciones de exhibir.
Más allá del efecto mimético que se dibujaba en ‘Las vírgenes suicidas’, los motivos que han empujado a estos 23 empleados del operador de telecomunicaciones a quitarse la vida y a unos cuantos más a autolesionarse permanecen en el vaporoso mundo de lo inaprehensible. Se ha dicho que una de las últimas suicidas se lanzó por la ventana de su oficina tras comunicársele que se le iba a cambiar de jefe, como si eso lo explicara todo.
Todo parece indicar que la presión sobre la plantilla mediante ese tipo de medidas que Arantza Quiroga ha bautizado con el imaginativo eufemismo de “creatividad empresarial” ha tenido algo que ver con la concienzuda demolición anímica de los trabajadores. Por si acaso, la dirección de la empresa ha decidido paralizarlas todas.
En todo caso, la compañía -2.559 millones de euros de beneficio en el primer semestre del año- puede darse por aliviada a la vista de que ninguno de los suicidas ha intentado hasta ahora llevarse por delante a alguno de los ingeniosos gestores que planifica todo esto, bien por falta de cultura yihadista, bien porque éstos rara vez se ponen a tiro.
La pregunta es si, en situaciones como ésta, vale la pena culpar a alquien. Vivimos en un sistema perverso que nos hace cada día a su imagen y semejanza. Nada dispara tanto el valor de una empresa como el anuncio de despidos inminentes, mejor cuanto más masivos.
De hecho, es mejor no plantearse cuestiones como cuánto tiempo resistiríamos si nos dijeran que nuestra casa aumentaría su cotización con tan sólo despedir a la empleada de hogar.