Es la Copa ACB. La calle Larios, corazón de la ciudad, lleva su nombre estos días. En lo alto de esa avenida se concentraron ayer las aficiones de los ocho equipos participantes y la de Baskonia, que no falta ni cuando no llega, y la de Burgos, que llegó a verse en Málaga y se quedó a las puertas. Acompañados por charangas voluntariosas tomaron la rebautizada como calle ‘Era campo atrás’ y lo cantaron todo y lo bailaron todo y veías -tengo prueba documental- como disfrutaban juntos aficionados vestidos de azulgrana y de merengue reluciente. Es una fiesta deportiva inimaginable en otros deportes y en escenarios diferentes. Es la Copa ACB y todos disfrutamos juntos. Los de Zaragoza, que nunca se rinden, nuestros anfitriones de Málaga, los de Força Andorra, los del Visca el Barça, los de ‘hasta el final vamos Real’, los canarios, los valencianos de la ‘manta al coll’ y los hombres de negro, alguno con la camiseta del Athletic bajo la de su equipo de baloncesto. Todos ellos más los que vinieron sin venir desde Vitoria, desde Burgos y unos cuantos sitios más. Todos juntos, gozando de lo que les gusta sin malas caras ni malos rollos, ganes o pierdas. Esta gente debería optar al premio Nobel de la paz y la alegría.
Málaga ayuda porque cada vez que caes por aquí acoge el torneo con ganas de que todo salga bien, de que los amantes del baloncesto se lleven un buen recuerdo. Los ocho equipos participantes también ayudan. En cuartos de final cayeron tres de los cuatro cabezas de serie, algo que no sucedía desde 22 años atrás. Y todos los partidos estuvieron vivos hasta los instantes finales. Ningún equipo ganó por más de diez y tres lo hicieron por cuatro puntos o menos. La calidad está siendo elevada y hay detalles que explican porque Larkin declaró no hace mucho que al baloncesto de verdad se juega en Europa.
El viernes Unicaja sufría ante Casademont Zaragoza, que basaba su dominio en el talento ofensivo de Seeley. Los malagueños dieron la vuelta al partido y se colaron en semifinales porque repartieron la tarea anotadora entre ocho hombres y levantaron una muralla defensiva a las órdenes de Alberto Díaz que convirtió sus manos y sus piernas -y de paso las de sus compañeros- en máquinas de tapar balones y espacios a sus rivales. Alberto es buen jugador pero no tiene la clase que tienen otros. Es gente que el buen aficionado valora pero no es el cromo que se puede pegar al lado de Kobe o Lebron o Navarro o Llull. Pues hoy en Málaga es el héroe y el pabellón le rindió honores porque supo medir el valor de su trabajo. Aquí la gente se lo pasa bien pero también sabe de qué se trata. De buen baloncesto. Que siga la fiesta.