Fue… Fue… Fue una borrachera. Sin alcohol. Sin más estímulo, ni más pena que un huracán de emociones desatadas. Mis amigos me abrumaban desde Donostia con fotos y vídeos de los alrededores del estadio, de la Avenida de Madrid y yo tenía en el palacio de Deportes de Málaga el corazón disparatado y maldecía la perra suerte que había hecho coincidir el espectáculo deportivo que más disfruto cada año con la noche que llevo tantos años queriendo vivir en Anoeta. Ni los jugadores de la Real esperaban encontrarse con lo que se encontraron cuando se acercaban al campo. Se sentirían, cómo diría yo, como si estuvieran en una nube cargada con la ilusión de miles y miles de realistas y con la electricidad que supone responsabilizarse del sentimiento incontenible de toda su comunidad.
Al acabar el partido con una victoria cortita en el marcador y generosa para nuestros méritos, Imanol tuvo la naturalidad de explicar que la emoción maravillosa del recibimiento había tenido más grados de los que este equipo a estas alturas es capaz de asimilar. No sé si se entendieron bien sus palabras pero desde una lejana cancha de baloncesto agradecí lo que dijo y cómo lo dijo. Porque eso fue lo que yo mismo había sentido mientras en Anoeta todo empezaba y, aquí en Málaga, Valencia consumaba una gesta y dejaba sin su primer título al Barcelona de Mirotic. Mientras el último minuto de baloncesto se consumía interminable -y era grande lo que estabámos viendo- uno se comía las uñas porque empezaba la Real. Ni semifinal, ni Mirandés, ni tácticas, ni leche. Deseo. Sólo deseo. Y miedo, inconsciente, a no poder consumarlo.
Tembló la Real de ganas. Borracha de emociones, permitió que este valeroso Mirandés con dos grandes de la misma Real impusiera su idea de juego. 2-1. Y pudo ser peor. Pero no fue peor y ahora tenemos o tienen o tenéis algunas semanas para aliviar la resaca y prepararse para luchar por la final en Anduva. Con la cabeza fría y el corazón caliente. Sabiendo que será duro pero que podemos. O pueden. O podéis.