Nos esperan casi tres mil kilómetros de intenso pilotaje. De pasión y desesperación. De asombro y amistad. La África Race, hermosa heredera del Dakar que nació africano, recorre 3.500 pero rueda más por carretera mientras nosotros solemos rehuirlas y así hemos acabado conociendo todos los palmerales, los ríos secos o el maravillosamente maldito fesh fesh, polvo de arena que oculta piedras y matojos que te pueden partir el eje. Año tras año hemos aprendido, caída tras caída mientras los muchachos autóctonos las coronaban con babuchas, turbante y en mobylette, cómo llegar a la cresta de las dunas. Caemos y nos levantamos. Paramos y repostamos agua y gasolina, los dos líquidos vitales para cualquier racer.
Caemos, repostamos y mientras esperamos refuerzos y a los amigos en una jaima perdida en medio de lo que para nosotros es la Nada y para quienes viven allá, el Mundo, descubrimos, asombrados, una vegetación que nos recuerda que hace millones de años ese desierto fue un inmenso mar.
Amamos las motos. El Dakar tal como fue. Los camiones que maniobran como maniobrarían los dinosaurios . Pero también amamos a la gente que nos acoge en el Plateau de Rekkam, cerca de un pueblo, Debdou, donde se cruzaron por siglos musulmanes y judíos. Nos gusta convivir con los nómadas, desayunar en los campamentos pan con aceite y miel. Nos agrada hablar con los bereberes y maravillarnos con la destreza de los mecánicos de Missour oTalsint, capaces de arreglar el rodamiento de una KTM con una maza y un martillo.
Hemos aprendido que en Marruecos llueve inclementemente, que el país despierta, que hay pueblos negros y montañas que se dirían infranqueables y por eso las franqueamos. Amamos las noches estrelladas. Soñamos con Lawrence de Arabia (aunque su desierto fue otro) y bajamos para subir por gargantaas y cañones. Bajamos para contároslo.