Seguimos en ruta fluvial hacia la famosa zona de viñedos del Rin. Todos escalonados y plantados inverosímilmente en laderas de hasta 45 grados de inclinación. La plantación, poda y recogida se hace por medio de un artefacto tirado por un cable a motor, sujeto a una plataforma en una camioneta. Sube y baja con un viticultor entre cepas. Cuando acaba con una fila, sube a la camioneta, la mueve un par de metros, y vuelve a subirse a este montacargas monoplaza y vuelta a bajar y subir.
De la preciosa y pequeña Rüdesheim, hecha para guiris, disfrutamos de la navegación por el valle de Loreley, con su cuentito de hadas para navegantes. Pero los castillos magníficos que hay en sus riberas hacen que nos pasmemos y los fotografiemos sin parar. Es una recreación histórica, viendo castillos de diez siglos de antigüedad, que respondían a varios reyes y siempre terminaban en manos del arzobispo de Maguncia, (No Mangancia, ojo). Ahora muchos son propiedad privada. Hay uno muy curioso junto al río: si no pagabas el peaje de tu barco, te metían en sus mazmorras. Cuando el Rin crecía, tenías todas las cartas para ahogarte si seguías sin abonar el impuesto de circulación por el río.
De ahí pasamos por el codo del Rin en Coblenza al Mosela. Un afluente con hechuras de río. Un sin parar de viñedos. Miles de hectáreas seguidas, pegadas unas a otras. Grabadas o pintadas en enormes pancartas junto a las viñas, el nombre del viñedo, de la bodega o del dueño. Lo más llamativo, la inclinación de las laderas. Quizá por eso es caro el Riesling u otras marcas de vino del Rin. Aunque pudimos encontrar botellas a cinco euros. Llegamos a Cochem, donde hay un bellísimo castillo imperial, muy bien conservado a base de aportar capital el Estado alemán. Subimos a pie la mayoría y llegamos con la lengua fuera. Nos lo mostraron por dentro en castellano gracias a que hicimos un grupo de más de veinte. Luego recuperamos líquidos y fuerzas en una de las bodegas que hay al principio de la subida. Y al barco, al spa. Aunque sirimireara un poco…