Me temo que mi post tiene de nuevo sabor radioactivo (lo digo para los y las lectores que comentaron el anterior con tanta pasión). No puedo evitar el tema porque se han cumplido veinticinco años del accidente nuclear de Chernóbil.
Resulta que, un cuarto de siglo después, cerca de Chernóbil se siguen detectando altos niveles de radiactividad en alimentos básicos.
Muchos más lejos de Ucrania, la historia se repite y el otro día se anunciaba que se había detectado radiactividad en la leche materna de cuatro madres en Tokio, a unos 240 kilómetros de la planta nuclear de Fukushima.
Se calcula que la explosión de Chernóbil liberó a la atmósfera una radiación varios cientos de veces mayor que la de las bombas de Nagasaki e Hiroshima. Quedaron contaminadas vastas áreas y millones de personas resultaron afectadas. Cuando ocurrió el accidente, siete millones de personas (incluidos tres millones de niños) vivían en la zona. La contaminación tardará cientos de años en desaparecer.
El desastre de Fukushima nos ha recordado también que desgraciadamente Chernóbil no es algo del pasado, sino que está muy presente. El sarcófago de hormigón que se construyó para cubrir el reactor siniestrado y contener su radiactividad se encuentra en un estado precario. La nueva estructura se terminará diez años después de lo previsto y va a tener un coste tres veces superior al calculado.
Y es que la sombra radioactiva de la energía nuclear se proyecta mucho tiempo después de que los reactores se hayan enfriado. Deberíamos tomar el desastre de Fukushima como una nueva oportunidad para evitar que se vuelva a repetir algo así. ¿Habremos aprendido la lección?