La Agenda Portátil / La paz trae múltiples relatos íntimos: hacemos terapia para expulsar fantasmas / Bandrés en su silla de ruedas era un resistente: ganada la paz, se ha ido / La estación de buses como termómetro
Yo llevaba una bolsa de naranjas en una mano y el pack de danones en la otra. Entonces se acercó, emocionada: me contó que las letras reunidas en esta página sobre nuestra ‘guerra y paz’ le habían removido los peores recuerdos y las mejores ilusiones. Y así, sin más, empezó a relatar su historia entre los quesos y las lechugas: una historia triste, sin muerte pero con dolor. Era una mujer mayor, de apariencia dura, y seguro que había sido muy guapa unos años atrás.
Estábamos en el Superamara y los vecinos nos miraban como si estuvieran en el cine.
Pero era cine verité.
Y nosotros, que nos creíamos unos ‘xomorros’
He pasado la semana así: escuchando relatos privados, vivencias en primera persona de nuestros años de ‘conflicto’, como si todo el mundo necesitara una terapia y hubiese encontrado en este Tribulete gordito y sonriente el psicoanalista cómplice.
Yo también cumplí el sábado pasado en esta página mi ritual de los exorcismos con un artículo que se llamaba ‘ETA y tú’. Desde entonces los lectores me han enviado correos, cartas, mensajes por las redes sociales. Y, directamente, me han parado por la calle para contarme con emoción lo suyo.
Es la letra pequeña de nuestra guerra. Gente que recuerda al amigo asesinado, que topó con una bomba cuando pasaba por ahí y ha soñado diariamente con ese estallido durante años, personas que durmieron un par de noches en una Comisaría madrileña por tener demasiadas ‘tx’ y ‘k’ en su apellido en el momento histórico equivocado… y muchos periodistas que jamás se acostumbraron a presenciar con cara de póker el levantamiento del cadáver o a registrar en la grabadora el llanto de la madre o de la hija del muerto.
La paz, o eso, ha traído consigo un apresurado bla-bla-bla de los políticos, como si todos quisieran ganar en cinco minutos lo que perdimos en cincuenta años, dirigentes obsesionados con no quedar fuera de la foto histórico del final. Pero, mucho más interesante, la paz o eso ha desatado la memoria y las palabras de quienes formamos la infantería, los ciudadanos vascos acostumbrados tantos años al olvido y el silencio. La paz, o eso, nos incita a una feliz logorrea. Y la suma de esas vivencias tangenciales y caseras completaría la mejor imagen de nuestro rompecabezas.
Los siniestros encapuchados del comunicado del fin han oficiado como ‘El Exorcista en Euskadi’. Todos queremos sacar nuestros diablos interiores. Tras tantos años de tiros y lágrimas, en esta sobria sociedad de pocas palabras, hemos descubierto que lo que necesitábamos, entre otras cosas, era hablar.
Nosotros, que nos creíamos unos xomorros.
La silla de Juan Mari Bandrés
Fue un adelantado de la paz. Probablemente odiaba las necrológicas. Yo también. Pero en días como hoy apetece escribir del Juan Mari Bandrés vivo.
Su historia es la historia reciente de este país, desde el proceso de Burgos hasta el intento de fusión de las dos Euskadis en un proyecto común (y seguramente fallido).
Recuerdo la mañana que enseñó el Congreso de los Diputados al reportero imberbe que yo era: no dejaba de asombrarme que hasta los diputados más duros de lo que entonces llamaban la derechona tuvieran el mejor trato con él: «Esto es una escuela de convivencia», explicaba sonriente.
Lo más impresionante fue cuando la enfermedad postró en una silla de ruedas y con aire ausente al vitalista que era. Encontrarlo así por las calles de su Donostia resultaba duro. Pero también evocador, como una metáfora.
Bandrés parecía un ex combatiente de nuestra guerra y, a la vez, el último resistente en el frente hasta la llegada de la paz. La paz, o eso, ha llegado, y Juan Mari Bandrés ha fallecido sólo unos días después. En estos días tan sensibleros que atravesamos los vascos esa historia invita a la literatura. Intentemos caer en la tentación en la menor medida posible.
Goian bego.
El ‘blues’ del autobús
Ha llegado antes la paz, o eso, que la estación de autobuses de Donostia: esa travesura sí que invita a la literatura. La historia de la no-estación es la historia de nuestras vidas, un recurso narrativo que da continuidad a todo esto.
Tras veinte años en el cargo en una ciudad convulsa, la gran autocrítica que hacía el anterior alcalde era… ¡no haber hecho una estación de autobuses! Estuvo a punto de lograrlo en Riberas de Loiola, pero cuando ya estaba todo preparado… ¡de pronto apostó por Atocha, por argumentadas razones, sin duda, pero como si un impulso freudiano obligaran a él y a la ciudad a posponer otra vez la materialización de un deseo que estaba ya cercano.
Ahora Bildu y el PP han pactado volver a la ubicación de Riberas: desde mi incultura en asuntos de tráfico siempre he pensado que es mucho más lógico ese emplazamiento que construir una estación subterrénea y con calzador en Atocha, junto al río y metiendo los autobuses hasta el centro de la ciudad.
Tampoco creo que veamos la estación en Riberas. Si nos quitan el conflicto y hacen la estación, ¡sólo podremos hablar de la Real!
Jorge Oteiza se vanagloriaba de sus fracasos. «No dejes que un éxito emborrone una larga lista de fracasos», decía con ironía de cascarrabias. La historia de la no-estación es el termómetro de nuestro pasado. Bien explicado a los visitantes, Pío XII sería la mejor exposición de Donostia 2016. Otro exorcismo.