Es una suerte que, cumplidos los 50, aún puedas disfrutar de “una primera vez” de algo. Del Diverxo de Dabid Muñoz, por ejemplo.
El único tres estrellas Michelin de Madrid está regentado por este señor con cresta, rompedor, juguetón y famoso en algunos medios del colorín más por su novia que por su cocina, aunque lleva años fajado en los fogones. Apetece descubrir el Diverxo aunque (o porque) como saben los lectores, de la gastronomía a uno le interesa más el paisanaje que las recetas, la fauna humana que la flora del plato. Yo no soy un crítico: cuento mi experiencia y al final confieso que he vivido, y bebido, y comido, y pagado.
Vamos allá. Llegas al restaurante y la ubicación te deja frío: un espacio dentro del enorme e impersonal edificio del hotel
Eurobuilding. Pero traspasas la puerta de Diverxo y el lugar se personaliza (y barroquiza) con sus cerdos voladores,luces de colores y proclamas como «vanguardia o morir».
Antes de llegar a tu asiento pasas por la cocina para confirmar que ahí se están fraguando los argumentos de tus próximas horas. Luego atraviesas un laberinto de telas y descubres que tu mesa está ahí, aislada de las demás, entre teatrales cortinones rojos: quedas solo tu con tus compañeros de cena, rodeados de un telón, con un candelabro en medio.
Viene el maitre, con pajarita, chaqué y pantalón corto hasta la rodilla, y empieza el espectáculo. A medida que vayan llegando nuevos platos las cortinas se irán abriendo y el comedor quedará diáfano. Esta noche sorprende, por ejemplo, qué jóvenes son los clientes, y qué pocos extranjeros hay.
Pero hemos venido a cenar. Elegimos el menú ‘El Xow del Xef’, ‘los mil y un viajes por los mundos oníricos de Dabiz’: una veintena de platos (algunos subdivididos en varios) que son como una montaña rusa emocional, con sus subidas, bajadas, excitaciones y hasta algún mareo…
Hay platos excelsos, como una ‘sopa agripicante de aletas, nécoras con pimienta blanca y vinagre negro’ o unas angulas tratadas «con técnicas inéditas al wok». Propuestas divertidas como ‘el típico chino de barrio de Madriz’ que es la quintaesencia de su cocina fusión, o una versión del ‘güoper’ que muestra la habilidad para conjugar técnicas y productos y enunciarlos con ironía. Otras ‘entregas’ apabullan, pero no siempre para bien. Hay cacharros curvos para beber, preparaciones servidas en una torre de cazuelas, cráneos para degustar los aperitivos mexicanos. Dicen que esta temporada se ha reducido el ‘toque espectáculo’ para dar prioridad a lo culinario, pero según pasa el rato se agradece el show.
(Porque el problema actual de la «alta cocina», también de la que triunfa en el País Vasco, es su obsesión por menús largos que buscan la experiencia pero acaban desarbolando al comensal en su largo metraje: aunque esa es otra historia).
¿El precio? Unos 200 euros por persona: más caro que Port Aventura, más barato que un viaje espacial. Todo depende de las expectativas de cada uno. Yo hace tiempo que asumí como lema aquello de “nada humano me es ajeno”.
El día de nuestra visita saludamos en un aparte a Dabiz, eléctrico y simpático: la víspera había estado con Juan Mari Arzak en Londres y bromeamos sobre vascos, madrileñas y cocinas.
Varias horas después de comenzar la experiencia volvemos al aire libre de Madrid. «Ya falta menos para volver a la apacible estabilidad del restaurante Rekondo, mon amour», pienso ñoñostiarramente. Me debo estar haciendo viejo, sí.