Estás en el sofá, en el bar o en la oficina y pones la tele. “Oye, que estará ya el final de etapa del Giro”. Igual antes has comido el menú del día en el bar de la esquina, o el filete en casa, o te has acercado a la playa a darte un baño. Para cuando das al botón los ciclistas llevan ya horas dando a los pedales. De pronto te encuentras con el accidente y la desgracia. Se cae un corredor y parece serio. Las imágenes del rescate te impresionan. Y empiezas a informarte sobre ese ciclista belga cuya existencia ignorabas. Se llama Wouter Weylandts, es del Leopard y tiene 26 años.
Al rato llega la noticia: ha muerto. Y no puedes quitarte de la cabeza las imágenes de la caída, de cómo tratan de reanimarlo, de los gestos de estupor de la gente del pelotón.
El ciclismo es un deporte de tópicos absolutamente reales. Esforzados de la ruta, gigantes de la carretera, gregarios de lujo. Son así. En los últimos años abundan las noticias de dopaje y de trampa, pero bajo toda esa mierda sigue habiendo una verdad fundamental: chavales que dan a los pedales hasta el limite de sus fuerzas a cambio de sueldos que palidecen ante las estrellitas del balompié.
Es triste que deban ser las tragedias las que devuelvan a los titulares las verdades absolutas del asfalto. Repasa tu vida y quizás los momentos más ingenuamente felices hayan sido animando a pie de carretera o a pie de tele del salón a unos tíos delgados, enfundados en mailllots multicolores y con cara de inocentes. Porque ellos son los más inocentes en todo este circo.
Hoy quiero ser naif. Con la muerte de Weylandts aún clavada en la retina quiero gritar viva el ciclismo y vivan los ciclistas. El tipo escéptico que uno es se descubre ante los gigantes.