Con independencia del acuerdo al que acaben llegando los negociadores del PP y el PSOE, la crisis de los desahucios ya ha tenido consecuencias. La primera, que todos los que adeudamos nuestra casa y somos, por lo tanto, susceptibles de ser embargados si la vida se nos hunde alrededor sabemos ya que nuestra suerte pende de una ley de 1909. Que productos financieros complejos estén regidos por un procedimiento de ejecución (hipotecaria) del deudor de hace un siglo lleva a dos preguntas inmediatas: si no ha mediado en estos 103 años ninguna reserva por parte de nadie -tampoco por ningún gobierno en tres largas décadas de democracia- que se planteara modificar una legislación injusta, como dictaminó hace apenas unos días la abogada general del Tribunal de Justicia de la UE ; y si el hecho de que no haya habido hasta ahora una demanda social para cambiar la ley no da la medida exacta de que jamás como en los últimos años ha cundido tanto la codicia, y de que nunca como hasta ahora hemos estado tan cerca y tan rápido de poder pasar de un acomodado bienestar al empobrecimiento sin expectativas.
Todo malestar social larvado precisa para estallar de un detonante y de una voz autorizada que haga bandera de su causa. Aunque no respondiera en principio a un perfil de “extrema necesidad” -o precisamente por eso-, el suicidio de Amaia Egaña ha hecho insostenible el drama de los desahucios de la misma manera que el asesinato de Ana Orantes en diciembre de 1997, quemada viva por su marido tras denunciarle públicamente, terminó de abrir los ojos sobre la devastación silenciosa que estaba provocando la violencia machista. Y la voz autorizada ha llegado, esta vez, por un flanco inesperado: el de los jueces que se ven maniatados para poder hacer buen Derecho por una ley desfasada y muy desigual para los deudores. “El Derecho ha matado a la Justicia” ha dejado dicho el presidente del Tribunal Superior vasco, Juan Luis Ibarra, tras la muerte de Amaia Egaña. A mediados de los años 70, la Magistratura tuvo que afrontar pleitos entre promotores y constructores por la feroz y repentina carestía de los productos petrolíferos. Alguno de los jueces concernidos decidió entonces aplicar un principio legal: ‘Rebus sic stantibus’, o lo que es lo mismo, ‘mientras están así las cosas’. Según ese principio, lo pactado se mantiene en su literalidad siempre que no se produzca un cambio sobrevenido en las circunstancias que altere de manera sustancial las condiciones en que se selló el acuerdo. Esto es lo que les habría ocurrido a quienes no pueden seguir pagando la hipoteca porque el contexto económico, y de su economía, se ha trastocado gravemente. ‘Rebus sic stantibus’ también podría traducirse por que la Justicia tiene alma. Que es capaz de mostrarse sensible, y denunciarlo, cuando los márgenes de la ley son tan sumarios, anticuados y desequilibrados que desembocan en resoluciones injustas.