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Lourdes Pérez

La mirada

Mas tropieza con el independentismo

Nunca como hasta estas autonómicas catalanas el indiscutible ganador de las elecciones tiene tantos argumentos en contra como para renunciar a su cargo. Artur Mas no lo ha hecho, nadie lo esperaba y habría sido una irresponsabilidad inimaginable en estos momentos; su segunda despedida a la francesa, tras abortar anticipadamente la ‘legislatura de los recortes’ apenas cumplida la mitad de su mandato. Pero en contadas ocasiones se ha producido un descalabro más notorio entre las expectativas aireadas por un dirigente político y el resultado final del examen en las urnas. Mas pidió en campaña una “mayoría excepcional” que legitimara en el Parlament su apuesta por un Estado propio para Cataluña, el eufemismo de la independencia; palabra que CiU no mencionaba por sus letras en su programa, pero con la que sí encabezaba el suyo Esquerra Republicana. El president de la Generalitat no requirió ese voto masivo para todos los partidos que hacen bandera de la secesión, lo hizo para el suyo, para tratar de apuntalar una hegemonía incontestable que los convergentes no conseguían desde 1992. Las urnas no solo no le han conducido hasta esa preponderancia absoluta. En la victoria que se daba por descontada, Mas es el gran perdedor de la noche al haberse dejado 12 escaños en el camino, haber debilitado las opciones de legitimación del independentismo catalán en su primera confrontación sin ambigüedades con la España constitucional y haber ahondado su propia debilidad al frente de un Govern que va a toparse crudamente con la realidad inmediata. La realidad de tener que aprobar, por ejemplo, unos Presupuestos sin mayoría suficiente y con las finanzas del país cautivas del déficit, los recortes y la llave del fondo de rescate autonómico que tiene en el bolsillo el Gobierno de Rajoy.

La Cataluña parlamentaria no es menos soberanista hoy, en términos numéricos, de lo que registraron las urnas en 2010. Pero sí lo es con respecto al horizonte que había alentado Mas al calor de la multitudinaria manifestación de la Diada, el 11 de septiembre. El bloque netamente alineado con el impulso a un Estado catalán -CiU, ERC y CuP- suma 74 diputados, dos menos de los que contabilizaban las dos formaciones clásicas del nacionalismo y esa extravagancia que supuso la Solidaritat de Joan Laporta, hoy barrida del Parlament. El retroceso habría sido asumible en otras circunstancias. Incluso la histórica segunda plaza de ERC en el mapa político catalán habría podido interpretarse como un espaldarazo al derecho de autodeterminación. Sin embargo, ya no cabe esa lectura en unas elecciones que Mas planteó como un referéndum encubierto sobre la ruptura con España. Y los resultados no son, además, complementarios para CiU: el fracaso de los planes de Mas en su contraste con las urnas constituye el reverso del triunfo logrado por ERC, con un programa tan independentista como contrario a la política de recortes de la derecha, catalana o no. El auge de Esquerra agrava el descalabro convergente, y viceversa. El paso de los días permitirá medir hasta dónde llega el compromiso de Mas con la construcción de “estructuras de Estado” para Cataluña, pero es más que dudoso que su partido siga aventurándose con tanta alegría por esa vía ante la evidencia de que el electorado no responde y que le crece la competencia por el flanco del nacionalismo de izquierdas. El tropiezo de CiU y de su líder, calibrando erróneamente sus fuerzas, supone un tropiezo para el propio independentismo catalán en su inédito pulso con el Estado español. Gestionar la frustración suele llevar bastante tiempo: el proyecto de nuevo Estatuto para Euskadi que Juan José Ibarretxe trasladó al Congreso, con una mayoría avalada por tres votos prestados por la EH de Arnaldo Otegi, sigue durmiendo el sueño de los justos siete años después y con el PNV de Urkullu evitando que la reivindicación de un nuevo estatus cuestione el marco singular del Concierto ni sea interpretada como un nuevo desafío a Madrid.

En su primera comparecencia tras el descalabro electoral, Mas ha apelado a su responsabilidad y a la del resto de las fuerzas políticas con representanción parlamentaria para que Cataluña no se convierta en un país “ingobernable”. El problema para el líder de CiU es que ha sido su muy arriesgada y partidista decisión de adelantar las elecciones la que ha situado al Govern ante un trance bastante peor del que se encontraba. No se trata únicamente de que gestionar con 50 parlamentarios detrás sea más difícil que hacerlo con los 62 que atesoraba. Es que resulta poco probable que ninguno de sus rivales esté por la labor, al menos momentáneamente, de mejorarle la papeleta. Esquerra, porque se sabe ganadora en el doble frente del soberanismo y la izquierda; el PP, porque Rajoy ya no siente en el cogote la respiración del Artur Mas envalentonado por la efervescencia secesionista; incluso los socialistas, que profundizan en su caída, se van a permitir hoy la comparecencia de Rubalcaba, a diferencia del elocuente silencio que rodeó la debacle en las elecciones gallegas de hace un mes.

Inmersa en sus propias cuitas, la política vasca se ha mantenido alejada del contagio catalán, en buena medida porque el PNV ha optado por enfriar la fiebre independentista consciente de los peligros que comporta alimentar en el terreno identitario la rivalidad fratricida que mantiene con la izquierda abertzale. Los jeltzales pueden aspirar a la soberanía plena para Euskadi, pero lo que nunca pretenderán es quedar subordinados ante quienes les disputan el ADN del nacionalismo. Que es la posición en la que las urnas han colocado a Mas frente a Esquerra, si el president no halla un socio alternativo en el que apoyarse para poder seguir gobernando en una fragilidad corregida y aumentada.

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