Es posible que la polémica sobre la adquisición de las llamadas ‘tabletas’ informáticas por parte del Parlamento Vasco haya tenido un efecto positivo: que la ciudadanía, tan desvinculada e indiferente en general a las decisiones de la ‘cosa pública’, se haya enterado de que los parlamentarios que la representan disponen de una ‘oficina móvil’ destinada, en principio, a facilitarles la conexión con su trabajo y a que trabajen con mayor eficacia. Es probable también que buena parte de esa misma ciudadanía haya considerado un exceso, e incluso un abuso para los tiempos que corren, que la Cámara fuera a invertir en torno a los 200.000 euros en proveer a sus señorías de ‘tablets’; especialmente después de que EH Bildu anunciara que iba a renunciar a las que le corresponderían, varios miembros de la bancada del PP hicieran lo propio porque ya disponen de dispositivos personales y el PSE se sumara a la ola pidiendo que se paralizara la compra. Finalmente, la Mesa del Parlamento ha optado por frenar la operación, lo que seguramente será aplaudido como un gesto de coherencia y austeridad acorde a las penurias de la crisis. Lo es, sin duda. Cosa distinta es que el episodio revele un mal mucho más preocupante: la inclinación de la política, sumida en un creciente descrédito, a dejarse llevar por la demagogia y el populismo sin dar más explicaciones y renunciando a hacer la más mínima pedagogía sobre las decisiones que se adoptan.
Si verdaderamente no era necesario adquirir los equipos previstos, o se considera que hacerlo supone un despilfarro inasumible en estos momentos, mal. Pero mucho peor es que haya podido darse marcha atrás únicamente por el temor al ‘qué dirán’, por esa mala conciencia que opera en estos tiempos sobre la política y que, al parecer, le impide en muchas ocasiones reafirmarse en las decisiones que toma. Porque puede que no sea tan mala idea que sus señorías dispongan de ‘oficina móvil’ si eso redunda en un servicio público más eficaz, si se gana en agilidad y transparencia y si se establecen filtros de control que permitan evaluar el uso que cada parlamentario da a los medios, pagados por todos, de que dispone. Un control y un rigor que, conviene no olvidarlo, deberían extenderse a la actividad cotidiana que desempeñan los parlamentarios, a la calidad de sus iniciativas e intervenciones, al contenido de sus discursos, a su capacidad para encontrar soluciones, a hacer que la seriedad con que se tomen su trabajo justifique el cargo que asumen. Un compromiso que va más allá de la controversia de las tabletas, y que interpela también a quienes solo se muestran vigilantes con los asuntos estridentes.
La política, nuestros políticos, renuncian un poco más cada día a explicar sus motivos, a hacer valer sus razones. Y la sombra de la sospecha, de la deslegitimación, se agranda. Es elocuente que no se haya elevado ni una voz crítica contra esa búsqueda de la transparencia extrema según la cual los representantes públicos han de dar a conocer hasta la última entretela de su patrimonio, alimentando más el morbo que la erradicación efectiva de prácticas abusivas, irregulares o directamente ilegales. Como resulta elocuente que lo ocurrido con las tabletas en el Parlamento vasco sitúe como adalides de la ética y las buenas prácticas a varios de aquellos que siguen sin decir explícitamente ni una palabra contra la trayectoria violenta de ETA.