Lo legal no siempre es ético ni estético. Juan José Güemes, exconsejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, ha utilizado esos tres adjetivos para reivindicarse públicamente en la misma comparecencia ante los medios en la que ha anunciado su dimisión como consejero de la empresa Unilabs, que gestionará los análisis clínicos de seis hospitales madrileños al hilo de las privatizaciones en los servicios públicos promovidas por el Gobierno de Esperanza Aguirre. Resulta incomprensible que quien cree que su actitud es intachable desde todos los puntos de vista -desde el tangible del respeto a la ley de incompatibilidades a los intangibles de “la ética” y “la estética”- opte por renunciar a su cargo, aunque el escándalo resuene con muchos decibelios. Si realmente está persuadido de que no ha obrado mal, de que puede seguir mirándose al espejo sin que la conciencia se revuelva, Güemes no debería haber dejado su puesto. Pero lo ha hecho, en un gesto que viene a desmentir su propio argumentario. Porque puede que el exconsejero no haya incumplido las normas de forma flagrante, pero es bastante más difícil defender que no se ha producido en este caso un déficit moral y un defecto estético. Porque la mujer del César no solo debe ser honesta sino parecerlo, una máxima que vale también para los representantes institucionales mientras ostentan su cargo -que no es suyo, sino de la ciudadanía- y cuando lo dejan. Porque, en definitiva, es poco presentable obtener un beneficio privado, aunque sea muy indirectamente, de las medidas que uno ha impulsado desde el estrado de lo público. Y menos cuando en las calles de Madrid se suceden día sí y día también las manifestaciones de personal sanitario y pacientes contra el deterioro de los servicios hasta ahora bajo cobertura institucional.
Solo desde la desinhibición más absoluta pueden entenderse algunas de las polémicas de las últimas horas y días, como las excusas de Güemes; la ausencia de dudas en la decisión de Esperanza Aguirre de compatibilizar la dirección del PP de Madrid con el fichaje por una firma de ‘cazatalentos’; las argucias verbales de Duran i Lleida para no responsabilizarse de que su partido se financiara con fondos detraídos de ayudas a parados; la incorporación a la más poderosa empresa de telefonía de España de Rodrigo Rato, imputado por la desastrosa gestión de Bankia; o la renovada declaración de inocencia de Iñaki Urdangarin cuando el relato judicial de sus actividades no deja resquicio a la ingenuidad. En un país donde hay al menos dos centenares de cargos políticos imputados en procesos de corrupción, los comportamientos de los responsables públicos no solo deben ser castos y puros en lo que a la legalidad se refiere, sino que debería revocarse esa singular cultura de país que disculpa lo indecente, admite la falta de decoro, tolera el gusto por el descaro.
PD: Que lo legal no siempre es ético ni estético también es aplicable a la designación como nuevo senador de Iñaki Goioaga, abogado de los presos de ETA en los años cruentos de la organización terrorista.