Casi diez años después -se cumplirán el 25 de octubre- de que Juan José Ibarretxe articulara su ‘Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi’, con la que exlehendakari sentaba las bases para transformar al País Vasco en una comunidad libremente asociada a España, el Parlamento catalán ha aprobado una inédita declaración de soberanía que trata de consagrar a Catalunya como sujeto político y jurídico con derecho a autodeterminar su futuro estatus. Es difícil discernir si la votación ha sido verdaderamente “histórica”: también lo fueron en su momento los distintos hitos cubiertos por el fallido ‘plan Ibarretxe’. Pero lo que sí ha evidenciado es la realidad dual y convulsa en la que se mueve la política catalana desde que el president Mas interpretó la multitudinaria manifestación de la Diada como una suerte de mandato inexcusable hacia la soberanía plena de Catalunya. Por una parte, la suma de escaños de CiU, ERC e ICV y el sí crítico de la CUP -que tanto recuerda al voto partido con que Arnaldo Otegi y los suyos avalaron el proyecto de Ibarretxe- reviste a la declaración soberanista de una mayoría tan nítida como insoslayable. Pero, por otro lado, la reafirmación nacional de Catalunya vivida hoy ha reflejado la ruptura interna -también nacional- que las pulsiones independentistas han abierto en la política y la sociedad catalanas. Y no solo por el ‘no’ de un fragmentado PSC, del PP que hoy ocupa La Moncloa y de Ciutadans. También por las disensiones existentes entre Convergencia y Unió, que son, al fin y al cabo, los que han asumido desde la Generalitat el liderazgo del incierto desenganche de España de una Catalunya que se desangra por la crisis económica.
Sigue siendo una incógnita si la ruptura con el Estado constitucional se acabará consumando. Pero lo que hoy sí se ha acreditado es la quiebra en el seno de propia la comunidad catalana. La amplia mayoría de CiU y ERC bastaba para aprobar la declaración soberanista. Si ambos han lanzado una indisimulada OPA sobre el PSC no es tanto por una voluntad de consenso cuestionable desde el momento en que los nacionalistas sirvieron el documento como un plato precocinado, sino porque el apoyo de los socialistas habría dado al plan soberanista la pátina última de legitimidad que ahora le faltaría. No se ha producido la fotografía transversal que sí se conformó en torno al ‘catalanismo’ del nuevo Estatut. Es verdad que las tensiones se han hecho palpables en el PSC, con el desmarque de cinco parlamentarios de la línea oficial. Pero tan cierto es que el partido de Pere Navarro ha optado mayoritariamente por ejercer su derecho a decir ‘no’ a las pretensiones nacionalistas identificadas por un trágala. Catalunya, la Catalunya sumida en unas penurias sin precedentes y con la honorabilidad de tres décadas de ‘pujolismo’ bajo sospecha, se adentra hacia un punto crítico. Es imposible dilucidar cuándo llegará ese momento, a qué coste y con qué resultado. Pero cuando Artur Mas insiste en que “dependiendo más de nosotros las cosas nos irían mejor”, proclama una supuesta verdad que solo podría acreditarse en un supuesto: con una Catalunya independiente.