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Lourdes Pérez

La mirada

Los dilemas de hacer la paz

El final de ETA está haciendo aflorar los dilemas que entraña hacer la paz. Se trata de un escenario tan inédito en la Euskadi democrática como desconcertante, porque quienes venían ejerciendo la violencia han decidido dejarlo definitivamente, según la literalidad de su comunicado del 20 de octubre de 2011, pero se resisten no ya a desarmarse sino a disolver el entramado famélico y fantasmal que mantienen en la clandestinidad. Esa resistencia no solo obliga a preguntarse por la obligada entrega de las pistolas. También por si lo que queda de ETA pretende perpetuarse como una sombra sobre el presente y el futuro para tratar de legitimar el pasado de violencia. Pero aunque esa bajada de persiana concluyente aún no se haya producido, a cada día que pasa toma más cuerpo la impresión política y social de que la paz es irreversible; de que la paz, entendida como el silencio eterno de las bombas, está asentada sobre la extrema debilidad operativa de ETA y la convicción ciudadana de que no cabe una marcha atrás. Así que Euskadi vive hoy instalada en la paradoja: la convivencia normalizada se va abriendo paso sin el sobresalto terrible de los atentados aunque ETA no se haya evaporado para siempre, lo que lleva a los partidos a resituarse ante un escenario de ‘construcción de la paz’. Un escenario en el que empiezan a percibirse las dificultades derivadas del hecho de que la izquierda abertzale haya soltado amarras con el terrorismo más por pragmatismo que por una asunción, en términos morales, del destrozo que ha generado la violencia.

Los primeros compases de la Euskadi en paz están evidenciando las tensiones entre quienes están dispuestos a pasar página pero dejando constancia del sufrimiento causado, de que no puede confundirse a las víctimas y a los verdugos en un relato polifónico que acabe desvirtuando la verdad desnuda de que ETA mató sin justificación posible, y aquellos que también pretenden pasar página aunque en su caso dejándola en blanco; o con un reconocimiento “global” a los que han padecido el terror, lo que sería tanto como olvidar que cada víctima tenía nombre y apellidos, una identidad propia y singular que trata de subsumirse en las apelaciones gelatinosas a la existencia de un conflicto centenario e irresuelto. Hay dos maneras de afrontar el futuro de los presos, incluso si se comparte la exigencia del fin de la dispersión: en una paz con memoria, las reclamaciones en torno a los reclusos etarras no invaden el escenario hasta diluir la frontera que separa demandas más o menos legítimas de una defensa encubierta de la impunidad; en una paz amnésica, las demandas sin matices sobre “los derechos de los presos” no solo siguen obviando las vías legales para la reinserción, sino que elevan una cortina de humo frente al relato de los asesinatos cometidos y las vidas truncadas. Es la misma diferencia que separa la constitución de una ponencia de paz en el Parlamento sostenida sobre el “suelo ético” pactado la pasada legislatura o que arranque con esos presupuestos descafeinados, como pretende EH Bildu. De la misma manera que no resulta tan comprometido decir “lo siento” ante el dolor provocado que interiorizar que ese dolor fue radicalmente injusto y que existe una responsabilidad personal, aunque sea por omisión o indiferencia, en haberlo causado.

Estos son algunos de los dilemas que aguardan, en el nuevo tiempo de paz pero aún con ETA en la trastienda, al equipo integrado por Jonan Fernández, Monika Hernando y Txema Urkijo y que están poniendo a prueba las estrategias de los partidos y las costuras de las asociaciones de víctimas.

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