Un hombre de 86 años mata a su mujer de 83 de varias puñaladas en el pecho y después se suicida arrojándose al vacío desde la azotea de su vivienda en la localidad asturiana de Piedras Blancas (Castrillón). Ella llevaba varios años postrada en la cama víctima del mal de Alzhéimer, una condena vital que de inmediato da lugar a una amarga y delicada polémica sobre si estamos ante el enésimo caso de violencia machista -como sostienen, entre otros, los responsables del Principado- o si, en realidad, “el asesinato” no es tal porque no ha mediado maldad alguna; porque se trata, según los términos similares empleados por el concejal de Bienestar Social del pueblo y por el presidente de la Fundación Alzhéimer de Asturias, de un “homicidio por piedad”, de “un acto de amor” definitivo e irreversible. “No podemos juzgar esta muerte”, conmina el párroco de Piedras Blancas en el funeral conjunto, en el que recuerda que la mujer “llevaba siete años cargando con la pesada cruz de la enfermedad y su marido padecía del corazón. Estas muertes dan pie a muchas preguntas que no tienen respuesta”. Antes de Castrillón, el cineasta Michael Haneke ya se había asomado al abismo en ‘Amor’, ese relato inclemente, estremecedor y sumarísimo sobre la depauperación del cuerpo y el alma por el deterioro extremo de la salud.
Quienes abrazan la teoría misericordiosa del ‘asesinato por compasión’ apelan a los matices, a la complejidad de la existencia de ese matrimonio hostigado en su hogar por la vejez y la enfermedad para exonerar de cualquier culpa. Pero resulta significativo cómo en el cuadro pintado de grises con que buscan reconstruir el drama otorgan el protagonismo a quien optó por una resolución tan drástica como arrebatar la vida a otro ser humano, totalmente indefenso, antes de quitarse la suya propia, mientras orillan el sufrimiento de quien es, fueran cuales fueran las circunstancias últimas que rodearon su muerte, la principal víctima de la tragedia: esa mujer a la que el mal había privado de la memoria, del movimiento, de la capacidad de amar con plena consciencia, de la libertad de decidir por sí misma. Es una injusticia añadida suplantar su voz y su voluntad tratando de encontrar explicación, justificación, al dolor de su muerte, sobre todo cuando se desconoce -o al menos no ha trascendido- qué pensaba ella del sufrimiento de la enfermedad, de los límites en que puede soportarse sin perder todo atisbo de humanidad, de la posibilidad de poner fin a una vida consumida por el desmoronamiento físico y la desesperanza. Nadie debería banalizar las puñaladas finales que padeció calificándolas como un “acto de amor”, aunque su marido quizás encontrara el aliento último para hacer lo que hizo diciéndose que la amaba con locura.