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Lourdes Pérez

La mirada

Acuerdo sin paz

 

La inminente firma del pacto económico y fiscal entre el PNV y el PSE está llamada a poner punto y final a 15 años de distanciamiento entre las dos tradiciones políticas más longevas de Euskadi. A la salida de los socialistas del último Gobierno Ardanza, cuando el EBB de Arzalluz ya se había embarcado en la fallida ‘operación Lizarra’, se sumaron luego la década de desavenencias bajo el mandato de Juan José Ibarretxe y los agravios recíprocos acumulados en el cuatrienio de Patxi López en Ajuria Enea. Más allá de la efectividad inmediata de la entente para dinamizar un país con síntomas notorios de fatiga y de su proyección a medio y largo plazo sobre la política vasca, la relevancia de acuerdo queda definida por el boato: lo rubricarán los líderes del PNV y del PSE y también el lehendakari, lo que implicará reunir por primera vez en torno a un consenso de país a dos presidentes de Euskadi –Urkullu y López– de distintas siglas y diferente procedencia ideológica. El pacto reseteará la legislatura, que, en realidad, empieza ahora tras diez meses de fragilidad del Gobierno por la minoría parlamentaria de los peneuvistas. Esta nueva distensión en ‘las cosas del comer’, de la que no quiere quedarse fuera el PP de Arantza Quiroga, acentúa por contraste las divergencias que mantienen los partidos en la gestión del cierre del terrorismo: la izquierda abertzale con respecto a todos los demás, pero también las fuerzas que siempre han condenando a ETA entre ellas mismas.

 

La hipótesis más probable a estas horas es que Urkullu arranque el curso político en estado dual: fortalecido por su mayor estabilidad en la Cámara y la perspectiva de poder sacar adelante sus primeros Presupuestos y debilitado, al tiempo, por el estancamiento de la ponencia de paz, las suspicacias transversales que despierta el plan de convivencia elaborado por Jonan Fernández y el rechazo de todos los que no son el PNV a la ‘vía vasca’ para el desarme etarra. La pretensión de diseñar un ‘final ordenado’ que evite a los desarmados la humillación de la derrota ha derivado, paradójicamente, en un desorden en el que no solo se entremezclan gestos, textos y foros, sino que el lenguaje de la paz vale lo mismo para un roto que para un descosido. Baste consignar que la izquierda abertzale articulada en EH Bildu enarbola como nueva bandera el reconocimiento de «todos los derechos para todas las personas» afectadas por actos violentos –sin distinción ni cuantificación–, haciéndolo compatible con actuaciones como el apoyo a la txupinera de Bilbao, cuyo mérito para serlo es su parentesco con un preso de ETA y a sabiendas de que eso solo puede echar más sal en la herida de las víctimas.

 

Unas víctimas que, más allá de los criterios no siempre coincidentes o divergentes que mantengan entre ellas, suscribieron en 2010 un manifiesto unánime en el que reclamaban entre otras cosas memoria, justicia y verdad y que ETA bajara la persiana sin impunidad. De ahí que lo que les resulte verdaderamente insoportable a muchas de ellas no sea el auge electoral de la izquierda abertzale o su regreso a las instituciones democráticas. Y sí la voluntad de Sortu de construir un ‘contra-relato’, que diluya el sufrimiento por cientos de asesinatos y miles de amenazas en las culpas compartidas de una supuesta guerra entre iguales.

 

La izquierda abertzale trata de despachar la controversia sobre el suelo ético de la ponencia de paz asegurando que ya lo asume, como si fuera un obligado formulario que hay que cumplir para poder lograr otros objetivos más propios. La realidad es que su renuencia a pedirle a ETA que se disuelva y a admitir las responsabilidades contraídas en el sostenimiento durante décadas del terror cuestionan la aceptación sincera de ese ‘mínimo moral’ como inexcusable punto de partida.

 

De hecho, esta resistencia del mundo de la antigua Batasuna es más lógica que el comportamiento contrario: no ha existido una renuncia ‘ética’ a la violencia –ETA no ha reconocido en ningún momento ni el error ni su la crueldad–, por lo que no cabe esperar que el tránsito de 50 años de lucha armada hacia la reinserción en democracia se haga de la noche a la mañana de una legislatura. Y los acontecimientos en el último año han demostrado que la ponencia tiene un componente instrumental para la izquierda abertzale: la despreció cuando estaba fuera del Parlamento, hasta desencadenar la ruptura en Aralar, para pasar ahora a reivindicarla cuando ha atisbado la posibilidad de abrir una brecha en terreno sensible entre el PNV y los dos partidos –PSE y PP– que más directamente han padecido el hostigamiento de ETA.

 

La parálisis en la ponencia de paz no solo ha puesto en evidencia, como cabía esperar, la distancia que persiste entre Sortu y el resto de los partidos. Ha dejado al descubierto la diferente vivencia que han tenido del terror las formaciones políticas contrarias históricamente al terrorismo. Partiendo del suelo ético, el PNV puede aspirar a situarse en una especie de justo medio entre las partes en conflicto porque nunca avaló el uso de la fuerza, pero también porque el grado de acoso y coacción que han soportado sus cargos y sus militantes no ha sido comparable a la estrategia de ‘exterminio del enemigo’ que han padecido socialistas y populares. Ni toda la sociedad vasca ha vivido amenazada por ETA, ni ETA ha amenazado a todos los vascos por igual. La cuestión que se dirime ahora es si el pacto económico y fiscal PNV-PSE se extenderá al campo de la ‘paz moral’; si la convivencia futura se dilucidará solo entre nacionalistas ante su empuje electoral y las rencillas surgidas entre socialistas y populares tras quebrarse el ‘Gobierno del cambio’; o si EH Bildu queda –o se sitúa– fuera tanto del consenso contra la crisis como de la gestión del final del terrorismo.

 

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