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Lourdes Pérez

La mirada

La maternidad, cuestión de Estado

Empecemos por admitir lo evidente: en igualdad de circunstancias de partida, una niña no nace en este país con las mismas expectativas y oportunidades que un niño. Sobre el papel de la legalidad democrática y el sentido común -el sexismo tiene mala venta, al fin y al cabo hasta el peor de los machistas acaba teniendo hijas-, ambos, niña y niño, vendrán al mundo con los mismos derechos, una paridad jurídica sin la cual la conquista de la paridad social se convierte en una quimera. Pero entre el sueño de la paridad real y su materialización efectiva, media aún un trecho tal que hoy, en esta civilizada Navidad de 2013, continúa siendo más cómodo y una mejor inversión nacer hombre que mujer. Es cierto que ellas llegan ya a casi todo lo que ellos coparon durante siglos (apenas quedan el Papado y la presidencia de Estados Unidos, por reducirlo a la caricatura). Pero ese ‘casi todo’ les sigue costando mucho más: porque han de ser más listas, más guapas o cuando menos más arregladas, más dispuestas y entregadas, más esforzadas, más tenaces, más hábiles, hasta más malas pero no más ambiciosas, no vaya a ser que flaqueen los tópicos. Pero incluso las que logran atesorar todo eso, incluido comportarse como la madrastra de Blancanieves, casi siempre verán cómo su futuro pende de la voluntad última de un hombre o de varios de sus congéneres. Los hay generosos, sensibles, concienciados, tanto como para sentirse afortunados de gozar de la compañía y de la profesionalidad -y no necesariamente en ese orden- de las mujeres. Pero también los hay, demasiados, fieles a la llamada de la tribu, al cierre de filas masculino, a ese temor atávico a que se equilibre el mundo apacible en el que su vida discurre con mayor facilidad y más y mejores opciones por el hecho aleatorio que haber nacido varón.

Desde que el Gobierno dio el visto bueno a la reforma del aborto auspiciada por el ministro Gallardón, las niñas de este país tendrán un obstáculo nuevo que sumar a los que se acumularán en su camino mientras la igualdad no sea real: su maternidad va estar sometida a un control desconocido en democracia, porque su capacidad para decidir si quiere ser madre o no, si puede ser madre o no, quedará constreñida hasta el extremo por una ley que no solo limita los supuestos legales para la interrupción del embarazo, sino que, en la práctica, arrebata a la mujer, la única capaz de albergar y dar vida, la voz para decir y defender qué quiere hacer con su existencia y con la del hijo concebido en su seno. Obligarle a tener el fruto de una violación (el aborto se permite hasta la semana 12 y previa denuncia) o a un bebé imposibilitado para una supervivencia digna por la gravedad de sus malformaciones añade un sufrimiento inimaginable a la exclusión que se impone a la mujer sobre el destino de su concepción. Es posible, e incluso comprensible, que nunca llegue a haber un consenso social y político que entronice como un derecho equiparable a otros el desgarro íntimo y doloroso que supone un aborto. Pero ninguna ley debería recrear un consenso social falso revocando el existente en un asunto tan delicado, asentado a lo largo de tres décadas de democracia; menos aún  sobre una mayoría absoluta que se utiliza de una manera tan apabullante como para que  la soledad del Gobierno y de su ministro de Justicia se haya hecho clamorosa en este caso. Y no es un detalle menor que la reforma la hayan capitaneado dos hombres -el presidente Rajoy y Gallardón-, con un papel de mero asentimiento de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría y de la ministra de Sanidad, Ana Mato.

La maternidad ya no es un asunto de mujeres, ni siquiera de los hombres que comparten con ellas sus vidas y las que puedan concebir juntos. Se ha transformado en una cuestión de Estado, sobre la que el Estado tendrá que rendir cuentas si la nueva norma desemboca en mayor desigualdad. Porque la mujer que quiera tener un hijo con anomalías, o contra viento y marea, podrá seguir haciéndolo, aquí sí, bajo su entera responsabilidad y su decisión plena. Quien no quiera o no pueda habrá de somerse a tal análisis no solo físico, sino de conciencia, que difícilmente podrá librarse de la sensación de señalamiento. De que será siempre una mala madre del hijo que no desea, o no cree en condiciones de traer a un país donde las mujeres cobran menos y desempeñan peores trabajos que los hombres, donde la maternidad sigue coartando el desarrollo profesional de muchas de ellas y donde los recortes han cercenando la asistencia pública y las políticas de conciliación.

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diciembre 2013
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