La polémica generada fuera, pero también dentro, del PP por el endurecimeinto de la ley del aborto ha llevado a dos peticiones complementarias sobre el debate de la reforma que se producirá en las Cortes. Por una parte, el PSOE ha reclamado que el voto sea secreto, persuadido de que con esa fórmula se escenificará en el Congreso y el Senado que las posiciones del partido del Gobierno no son monolíticas en un asunto tan sensible; algo que ya ha quedado evidenciado por los desmarques o matices de dirigentes como el presidente de Extremadura, la alcadesa de Zamora o el portavoz de los populares en Euskadi, Borja Sémper, a cuyas cautelas se ha sumado esta misma mañana el jefe de filas del grupo en la Cámara baja, el también vasco Alfonso Alonso. Por otro lado, la exministra Celia Villalobos reclamó hace una semana en el comité ejecutivo de su formación y ante el presidente Rajoy que se deje libertad de voto a diputados y senadores en una cuestión de estrategia política, pero que también interpela a la moral personal.
Ambas solicitudes pueden resultar comprensibles ante las dificultades y los dilemas que comporta apartarse de la disciplina partidaria, siempre implacable sean cuales sean las siglas. Máxime cuando lo que está en discusión no es una reforma cualquiera, sino la de un proyecto de ley que constriñe la capacidad de decisión de las mujeres sobre su maternidad y que el ministro Galalrdón justifica en la necesidad de proteger el derecho a la vida de la vida por nacer. Pero el mero hecho de que se estén planteando ambas alternativas -el voto secreto y la libertad de voto- describe los escollos que persisten para afrontar con claridad y transparencia la cuestión del aborto y los corsés que atenazan la participación política. Porque cabe pensar que en cualquier democracia asentada la libertad de voto no se exige, se ejerce, aunque ello comporte contraponer la libertad de conciencia al alineamiento sin fisuras con ‘los nuestros’. Afrontar esa tesitura ambién debería formar parte de la militancia política y la actividad parlamentaria más comprometida. Aunque resulta aún más discutible que, a estas alturas, se opte por sugerir el voto secreto en las deliberaciones públicas sobre un proyecto legislativo de este o de cualquier Gobierno. El propio Reglamento del Congreso veta esa alternativa cuando lo que debe refrendarse es un procedemiento legislativo. Pero la objeción es más de fondo, y tiene que ver con el motivo del debate. Durante décadas, pocas cosas hubo más clandestinas en el país que la práctica del aborto. Las mujeres con posibles podían viajar fuera de España; las que no, se sometían a intervenciones ocultas e irregulares de elevado riesgo para su propia vida. Pero en unos casos y otros, el aborto siempre era un ‘asunto de mujeres’ del que no se hablaba, que no se aireaba más allá del círculo más íntimo. La regulación de las interrupciones voluntarias del embarazo levantó el tabú, pero no hasta el punto de que éste no continúe siendo un ‘asunto de mujeres’ del que apenas se dan detalles cuando se produce y que permanece encerrado en la esfera más cerrada de la intimidad. Nadie confiesa abiertamente que ha abortado, por el desgarro que implica y por ‘el qué dirán’. Por eso, reclamar el voto secreto y ejercerlo supone no solo un ejemplo de cobardía política. También contribuye a seguir identificando el aborto como un problema poco menos que clandestino y que no merece una votación en las instituciones de la representación popular abierta y sin cortapisas.