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Lourdes Pérez

La mirada

Aquel día

 

Hay silencios que son inolvidables. Silencios que se sobreponen al ruido de las bombas y se extienden como un pesado manto de dolor colectivo, de respeto sincero e íntimo a quienes la sinrazón ha arrebatado la vida. Aquel día, porque en la memoria de las tragedias compartidas hay jornadas que no necesitan ni fecha ni adjetivos, el mutismo fantasmal que envolvió las calles de Madrid sobrecogidas por los atentados en los trenes de cercanías contagió a todo un país que perdió el don de la palabra para poder describir el horror tendido ante sus ojos. Era aquel un silencio pesado y envolvente, insano como todos los que esconden un pesar intenso, de luto y duelo. Aquel día enmudecieron todos los que llegaron a los escenarios de la masacre y vieron ante sí el espanto, las vidas que se perdían en un goteo incesante, hasta sumar 192, entre los amasijos de los vagones; los aullidos de los heridos que se aferraban al instinto primario de la supervivencia en medio de la destrucción; el ulular de los teléfonos móviles de los familiares que se habían enterado por la radio de las explosiones y llamaban con el alma en vilo esperando escuchar la voz más querida al otro lado, sana y salva. Es difícil repasar los recuerdos y las hemerotecas de aquel día, rememorar la vivencia en las redacciones, la obligación de escribir sobre lo que nunca llega a comprenderse, y no emocionarse con lo que se cuenta en esas líneas que tratan de reflejar, seguramente sin llegar a conseguirlo, el aturdimiento más absoluto, la rabia, el sufrimiento, la penalidad. Es imposible que no afloren las lágrimas al acordarse de las preguntas que accedió a contestar aquel día -aquel día inolvidable- el policía Isidro Zamorano, que acababa de dejar a sus tres hijos en el colegio del Pozo del Tío Raimundo cuando retumbó el estruendo del terror e intuyó de inmediato qué era aquello. El agente, curtido en el Norte y con una templanza conmovedora, relató a la periodista cómo ayudó a rescatar cadáveres y heridos sumergido “en un olor raro, a pólvora, a mala cosa”. “Lo tengo muy dentro”, confesaría en aquellas horas terribles. La periodista se interroga ahora, diez años después, por qué habrá sido de aquel valeroso agente. Si habrá conseguido borrar la visión del infierno después de haber llevado a sus pequeños a la escuela esa mañana de marzo.

El terrorismo, por muchos atentados que se hayan vivido o relatado, nunca inmuniza.  Y el 11 de marzo de 2004 fue más allá, mucho más allá, de lo soportable. Lo hicieron insufrible las bombas indiscriminadas contra todos aquellos que, humildemente, habían salido de sus casas como siempre para irse a buscar la vida -a buscar la vida, vaya crueldad- allí donde solían llevarles los trenes que cogen los trabajadores, los estudiantes, los jubilados. Lo hizo insufrible saber que existía un fanatismo tan global y despiadado como para repetir en Madrid, la ciudad acogedora que despoja a cualquiera de la condición de extranjero, el pavor con que Al-Qaida acalló también Nueva York el 11 de septiembre. Lo hizo insufrible saber que éramos, todos, más vulnerables que nunca y también que no podía confiarse en la versión tergiversada que estaban trasladando quienes tenían la responsabilidad esencial aquel día -justo aquel día, no otro- de hacer valer la fortaleza del Estado de Derecho y de la Justicia simplemente con la verdad. No habrá mejor homenaje a las víctimas que silenciar para siempre las hirientes teorías de la conspiración. Es el único ruido que enturbia la concordia, y el silencio más solidario, que deben honrar hoy a quienes perdieron lo que más amaban aquel día. Aquel maldito día.

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