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Lourdes Pérez

La mirada

El 'win-win' vasco

Artur Mas aprovechó el contexto festivo y conciliador de Sant Jordi para echar mano de un concepto económico y pedir una salida «win-win» para el proceso soberanista catalán. El término, que en traducción libre significaría «ganamos todos», remite a una negociación cuyo objetivo sería un acuerdo satisfactorio para las partes en conflicto. Lo que supondría que, cuando todo esto acabe -no está claro qué es “esto” ni cuándo ni cómo terminará, si es que lo hace-, no debe haber «ni vencedores ni vencidos» entre Cataluña y España. Este nuevo discurso de Mas viene a resumir la insólita e histórica encrucijada en que se encuentra la Generalitat. Porque mientras el independentismo de la Asamblea Nacional y parte de la clase dirigente catalana han asumido ya que la ruptura vale la pena porque no habría nada que perder -al fin y al cabo, «España nos roba»-, persiste un vértigo intravenoso a lo desconocido. A quedarse sin lo que ofrece el actual autogobierno, por rácano que parezca, y sin el confort de esta Europa tan imperfecta pero tan segura. No es fácil desprenderse del autocontrol que durante tres décadas estuvo en el ADN del “pujolismo”: temerosa de sus dineros, Cataluña dejó pasar el Concierto económico y en este tiempo ha marcado distancias no solo con el radicalismo violento, sino también con el ensayo soberanista de Ibarretxe.
Hoy, cuando Mas aboga por una solución “win-win” ante el embrollo de la consulta, es Euskadi la que tiene que proteger su propia ganancia, aquello que la convierte en la más singular de las autonomías y en una experiencia de autogobierno distintiva en el mundo. Es el “win-win” que representó hace más de 30 años la firma del Concierto. Un pacto bilateral amparado por la Constitución que se rompería con la secesión y al que una crisis feroz y la efervescencia independentista han colocado bajo una doble amenaza: por una parte, los recelos del resto de comunidades, incluida Cataluña, ante lo que sienten como un agravio financiero; y, por otra, la posibilidad de que cualquier arreglo para la cuestión catalana acabe diluyendo la particularidad vasca, incluso si se consensuara una España plenamente plurinacional y asimétrica. Ya no seríamos los únicos y “lo nuestro” no resultaría tan decisivo ante las pulsiones del problema catalán.
Así que Euskadi no puede ser ni comportarse miméticamente como Cataluña no solo porque el PNV haya decidido que la bamboleante “vía Mas” no es la que conviene ni al país ni a su estrategia; o porque la izquierda abertzale no atesore aún la credibilidad suficiente para patrimonializar un Gure Esku Dago tan multitudinario, transversal y colorista como los actos de la Asamblea Catalana. No somos Cataluña porque Euskadi ya es diferente, constitucionalmente hablando. Y porque aquí sí existe algo valioso que perder, por más que se enreden las renovaciones del Concierto, se eternicen las disensiones sobre la cuantificación del Cupo y los acuerdos no den de sí todo lo que podrían, como parece que ocurre con el TAV. Al Estado, por su parte, le conviene guardar ese “win-win” con los vascos: no es inocuo que sea el ministro Montoro el que ha avalado el Concierto, por convicción constitucional y porque levanta un dique de contención frente al riesgo de contagio de la fiebre catalana.
Hay otro factor añadido, y no menor, por el que Euskadi no es Cataluña. Entre nosotros, la aspiración independentista nunca podrá ser enarbolada frívolamente, porque se ha asesinado en su nombre hasta fechas aún muy recientes. Las instituciones de autogobierno han actuado como una barrera de bienestar y civilidad frente al terror etarra. En la Transición, la izquierda abertzale se descolgó del marco democrático recién nacido, algo que sigue interpretando como un acierto. La ponencia vasca permitirá determinar si realmente cabe un acuerdo entre el nacionalismo que ha liderado ese autogobierno y el nacionalismo que ha batallado en su contra. O si es factible cualquier otro consenso con una Sortu que desprecia la arquitectura estatutaria aunque participe de ella y que se mira en el “espejo catalán” añorando una nueva Transición que borre el pasado.

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