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Lourdes Pérez

La mirada

Cuando el corrupto es mío

La comparecencia del ministro Montoro sobre el caso Pujol y las reacciones a que ha dado lugar evidencian dos cosas: una, que la corrupción iguala, porque los partidos siguen actuando de muy distinta forma según el corrupto sea propio o ajeno; y en segundo lugar, que no cabe afrontar ninguna “regeneración democrática” con garantías de serlo sin acabar antes con esa perniciosa costumbre, que implica tolerancia cero pero solo si quien ha cometido la trapacería es el adversario político. El Congreso asistía hoy a un acontecimiento insólito: un ministro de Hacienda dando cuentas, hasta donde la ley y la confidencialidad de los datos fiscales permiten, del presunto fraude de quien lo fue casi todo, dentro y también fuera de Cataluña, como presidente de la Generalitat durante un cuarto de siglo. Semejante circunstancia exigía de Montoro, en tanto que alto funcionario del Gobierno que rastrea los dineros escamoteados por Jordi Pujol y sus hijos, más mesura que la demostrada con la inoportunidad de traer a colación la reconversión independentista del expresident. También dar menos sensación de que el Ejecutivo del PP ha recibido poco menos que como un regalo del cielo el inesperado e insuperable descrédito en que ha caído Pujol. Y más contención, aunque fuera en el tono, dado que la obligada crudeza exhibida con el ministro en este caso dista de la tibieza, comprensión, ambigüedad y medias verdades que ha venido desplegando el PP con respecto a los manejos de la red Gürtel y de su extesorero Bárcenas. Aunque el Gobierno ha hecho algo de mucho mayor calado político que agudizar al límite el desprestigio de su antiguo aliado en los pactos del Majestic. Ha dado carpetazo a toda esa época en la que Madrid miraba a Pujol con una mezcla de respeto, confianza y también temor. El mito también se ha derrumbado en la capital del Reino y el Ejecutivo de Rajoy está dispuesto a darle la puntilla en los tribunales.

El Govern y otros han reaccionado airadamente ante lo que interpretan como una utilización obscena por parte de Montoro de las herramientas de que dispone con el objetivo inconfesado de perseguir al adversario político. Como la corrupción, ya se ha dicho, lo iguala todo, esas críticas vienen a ser un calco de las que lanzó el PP contra el Gobierno de Zapatero y la Fiscalía General del Estado cuando estallaron las sospechas sobre Gürtel. Y qué decir de la campaña de reproches con la que los socialistas andaluces saludan los autos de la juez Alaya sobre el fraude en los EREs. Los remilgos sobre la gravedad de lo que ha hecho Jordi Pujol -y confesado al ser descubierto- orillan que es un presunto corrupto que no solo encabezó el Gobierno de una comunidad autónoma durante 23 años, sino que se aprovechó de su privilegiada posición para que su familia se enriqueciera, que lo ocultó todo y que, no conforme con ello, ejerció un híper- liderazgo en el que la reivindicación de la moralidad se erigía como factor distintivo de su persona y del conjunto de Cataluña como él la concebía. No hay disculpa posible para Pujol, salvo que, remedando a Henry Kissinger, su defensa continúe parapetada en eso tan extendido de  ‘es un corrupto, pero es mi corrupto’. Especialmente cuando el expresident, lejos de purgar su culpa como insinuó que pensaba hacer en el escrito de confesión de hace un mes, está tratando de evitar que la Justicia actúe denunciando revelación de secreto fiscal en Andorra y ha condicionado el modo y la fecha en que dará explicaciones ante el Parlament empujado no por su propia voluntad, sino por todos los grupos de la Cámara. Al final, Cataluña no estaba por encima de todo. Lo estaba, y lo está, la familia. Y en eso, la corrupción también iguala.

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