Puede que Mariano Rajoy se convierta en otoño en el presidente del Gobierno bajo cuyo mandato, apenas una legislatura, se consumó el final de la España de la Transición. Los acontecimientos han demostrado que el PP ‘rajoyano’ es vencible en las urnas; y, si no, después de ellas, a través de pactos que hoy parecen fuera del alcance de los populares tras una gestión inclemente de su mayoría absoluta. Pero en lo que Rajoy parece ya del todo imbatible es de puertas hacia dentro, en el manejo del poder en el seno de su partido. Es posible que, conocida la retranca con que suele tomarse las cosas que tanto preocupan a todos los demás, el presidente se haya regodeado estos días viendo cómo se sucedían las especulaciones que, una vez más, apenas se han aproximado a la verdad de una remodelación de Gobierno que no ha sido -al menos por ahora- y unos cambios en el partido que, si algo evidencian, es que el jefe de filas sigue siendo alérgico a los golpes de efecto y las decisiones drásticas. Las tomó en su día, cuando su liderazgo estaba abiertamente en cuestión, al entronizar a Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal frente antiguos colegas suyos de viaje gubernamental y partidario como Eduardo Zaplana y Angel Acebes. Después, al presidente le ha bastado con sortear las periódicas embestidas de Esperanza Aguirre, que ha perdido el último tren -la Alcaldía de Madrid- a la que accedió a subirle el propio Rajoy, y con escudarse en el silencio y el temple impasible como herramientas eficaces para desarmar tanto a los compañeros de partido como a los rivales políticos. Un hermetismo capaz de desquiciar a cualquiera que se mueva en el frenesí del griterío y la zozobra permanente de la corte madrileña. Dicen quienes le conocen bien que la bonhomía del presidente es un salvavidas para quienes se atreven a desafiarle. Pero habrá que convenir que, a la chita callando, Rajoy acumula ya una llamativa lista de damnificados a sus espaldas, a la que se han sumado ahora Carlos Floriano, Esteban González Pons y todos aquellos que, de una forma u otra, esperaban algo más de él en este momento de ensoñación en el que la Moncloa puede apurar el gobierno de la mayoría absolutísima, mientras el mapa surgido del 24-M consagra el retroceso del bipartidismo y el empuje de las fuerzas emergentes.
Con unos cambios a su manera -el presidente arropa a Javier Maroto tras su desalojo de la Alcaldía de Vitoria- y un análisis de los últimos resultados electorales también a su manera, Rajoy ha lanzado en su comparecencia un mensaje nítido a los suyos: deben esforzarse en “ganar las elecciones generales y ganarlas con claridad”. El jefe del Ejecutivo renuncia así a cualquier intento de hacerse el simpático ante sus adversarios y viene a admitir que ya no le queda tiempo al PP para tratar de cautivar, sino para vencer con la suficiente holgura para no quedar a merced de los pactos postelectorales como le ha ocurrido en ayuntamientos y gobiernos autonómicos después de la celebración de las municipales. La batalla se jugará, según su diagnóstico del desgaste sufrido por los populares, en recuperar a los abstencionistas y en atraer a los votantes del centro, ese espacio siempre difuso en política pero que ahora está más concurrido que nunca por las aspiraciones del PP, el PSOE, Podemos y Ciudadanos. Aunque cada uno entienda la centralidad también a su manera.