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Lourdes Pérez

La mirada

El 'ticket' del señor de Pontevedra

1. La campaña apenas ha cubierto unos compases y se ha convertido ya en un guirigay en el que fluyen las “teorías de la conspiración” –quién pactará con quién y contra quién–, las tácticas de desgaste a varias bandas y el miedo; sobre todo, el miedo. Es probable que esté empezando a sentirlo hasta Albert Rivera, que llegaba al 20-D ligero de equipaje y que comprueba ahora cómo las expectativas al alza de Ciudadanos le interpelan a no cometer los errores que antes sí podía permitirse. Pero es a Pedro Sánchez al que primero parecen haberle flaqueado los nervios, con una oferta de pactos, nada más arrancar, que facilita a Mariano Rajoy y los suyos aferrarse al mantra de que el “trío de los perdedores” trama una alianza anti-PP. Ahí se esconde, en la igualación despectiva del “trío”, una de las razones por la que el presidente del Gobierno ha declinado participar en los debates con Sánchez, Rivera e Iglesias. Porque el reproche por no acudir, en términos de exigencia democrática, es un inconveniente menor que las ventajas que le otorga que el público vea discutir a quienes, hoy por hoy, son aspirantes a sucederle. Mientras él hace campaña, a su manera, “au-dessus de la mêlée”.

2. No deja de tener retranca (gallega) que sea justamente un político como Rajoy el rival a batir por el nuevo rostro del socialismo español y los líderes emergentes de Ciudadanos y de Podemos. No se trata solo de que lleve 20 años de edad y unos cuantos trienios de experiencia en el poder –en la supervivencia en el poder– a sus tres oponentes. Es que pocas cosas hay más contrarias a la apostura de Sánchez, la telegenia de Rivera y la insolencia de Iglesias que el porte de alcanfor de un “señor de Pontevedra” que no pretende ir de otra cosa; que sabe que lo primero que debe hacer es preservar el caladero de votantes de derechas alérgicos al riesgo y a la estridencia; y que se ha plantado con opciones de ser reelegido pese a Bárcenas, pese a la recesión y pese a las periódicas confabulaciones de Esperanza Aguirre. Rajoy goza de un salvavidas en la seguridad que proporciona a parte del electorado aún acongojado por la crisis; toda esa gente que se dice: “éste, al menos, conoce los problemas que se cuecen”. Pero su imagen y su trayectoria son identificados por no pocos ciudadanos –también entre los conservadores y sus aledaños– como la antítesis de la seductora idea del cambio. Por eso, para combatir ese prejuicio, el presidente del Gobierno ha sacado de la burocracia grisácea del Consejo de Ministros a Soraya Sáenz de Santamaría a fin de conformar con ella un “ticket” electoral insólito. El “señor de Pontevedra”, mano a mano en los carteles con la vicepresidenta más joven y poderosa de la democracia. Ni Casado, ni Maroto, ni Levy. La estrecha colaboradora a la que él fichó. La “rajoyista” más genuina del PP.

3. Las “teorías de la conspiración” son irresistibles. Una de ellas dicta que Sáenz de Santamaría será el recambio por si Rajoy tiene que sacrificarse en el altar de una eventual alianza con Ciudadanos para retener el Gobierno. A lo largo de su ya muy dilatada carrera, Rajoy ha demostrado tener tanto desapego al poder como innata habilidad para mantenerse en él. El presidente aspira a darse un homenaje después de una legislatura para olvidar, así que la llamada “operación Soraya” pretende en primera instancia ofrecer una imagen de profesionalidad moderna que pueda contrarrestar por ese flanco las prestaciones de Sánchez, de Iglesias y, sobre todo, de Rivera, convertido en rival de cabecera. Todos de la misma quinta, ninguno de los tres atesora el currículum de la vicepresidenta. Rajoy juega la baza femenina. Pero, por ahora, para poder vencer y gobernar él.

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