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Lourdes Pérez

La mirada

Alicia, de todas nosotras

Se llamaba Alicia y solo llevaba 17 meses asomada a la vida. 17  meses, ese tiempo juguetón en el que los bebés más despiertos corretean , balbucean sus primeras palabras y empiezan a descubrir por sí mismos cosas imposibles, mientras los más perezosos aún retozan, resistiéndose a abandonar los brazos y los mimos que dan cobijo. Que dan calor. Que protejen. Nunca sabremos cómo eran los 17 meses de Alicia, ni ella podrá fantasear en el futuro con esa infancia que reconstruyen para nosotros con amor los que más nos quieren. Lo que sabemos de los 17 meses de Alicia es tan atroz que la inocencia saltó por la misma ventana por la que la arrojó un depravado de 30 años tras violentarla de la manera más terrible. Lo que nos quedará ya para siempre de los 17 meses de Alicia no será la promesa de la niña que va creciendo, de la adolescente que tiembla con el mundo, de la mujer que afronta  los retos de la vida. Lo que nos quedará es el sobrecogedor recuerdo de hemeroteca de esa madrugada de lobos en la que un depredador -¿un enfermo irremediable, un sociópata, tan solo un malvado?- abusó de ella y luego la asesinó sometiéndola a unas horas añadidas de sufrimiento terminal.

Conocida la asepsia del primer relato oficial de los hechos, mueve a la compasión más honda imaginar el padecimiento que le aguarda a esa madre  que apenas ha alcanzado la mayoría de edad. También la rabia y la impotencia que habrán invadido a todos los que han tenido que vérselas en las últimas horas  con un drama tan espeluznante. A los médicos y enfermeras obligados a evaluar el quebradizo cuerpo de Alicia, a medir su resistencia, a tratar de salvarle la vida en vano. A los policías y agentes sanitarios que llegaron los primeros al lugar del crimen. A los vecinos que habrán consumido el día preguntándose si hubiera habido manera de evitarlo. A los periodistas a los que en mala hora les ha tocado escribir sobre lo que no puede hacerse sin que se te retuerzan las entrañas.

Cientos, miles de niños se han ido quedando huérfanos en esta sociedad por la enquistada violencia ejercida por los hombres contra las mujeres que creen de su propiedad. El presunto pederasta que le ha robado el último aliento a Alicia también quiso apropiarse de lo que jamás podía ni debía ser suyo. No hay justicia justa, y ésta solo lo es cuando evita escrupulosamente la venganza, que pueda resarcir a una víctima tan vulnerable; y esa evidencia lo hace todo aún más penoso. Alicia se merece hoy, en las horas de su muerte, un pesar conmovido y el clamor social e institucional a favor de los más débiles, de los más indefensos. Yo no soy Alicia. Pero Alicia es de todas nosotras. De todos nosotros.

 

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