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Lourdes Pérez

La mirada

El final interminable

Debe de ser terriblemente frustrante haber atraído durante décadas la atención del auditorio y comprobar, de pronto, que tu piel se ha marchitado y ya casi nadie espera nada de ti, salvo que abandones definitivamente la escena y te retires sin hacer más ruido del estrictamente imprescindible. Durante medio siglo, ETA y las consecuencias de su violencia han formado parte indisoluble del día a día de este país, como si no pudiera darse un paso sin tener que mirar de reojo -y algunos, más que de reojo- a su sombra amenazante. Hoy, 50 años más tarde, la organización terrorista es un reflejo tan pálido y patético de lo que fue que no ha parecido calibrar los efectos que tiene para su propia trayectoria grabar un vídeo sobre el inicio del desarme que tiende a caricaturizarlo hasta el límite de lo soportable, sobre todo para quienes han padecido el terrorismo. Si alguien necesitaba a estas alturas una prueba de la descomposición en que se encuentra la banda, de su incapacidad para poder desandar un camino que ya era irreversible el 20 de octubre de 2011, la tiene en ese vídeo que reduce el imaginario sobre los poderosos arsenales etarras a un puñado de armas alineadas sobre una mesa y a un folio sellado -el sellado era esto- ante dos verificadores internacionales. Verificadores a los que el Gobierno español, el que tiene las llave de las cárceles, no reconoce legitimidad alguna.

Sabedora de que ya no está en condiciones de cobrarse nada, ETA ha fijado como devaluado precio por la paz la escenificación de cada uno de sus movimientos. La ‘estrategia del paso’ no es inocente ni inocua:  la organización pretende revestir de trascendencia lo que es inevitable, haciendo ver al tiempo que ella se acompasa unilateralmente al ‘nuevo tiempo’ mientras quienes han sufrido directamente su violencia continúan en el “inmovilismo”. La paradoja es que aunque vaya paso a paso, la dirección etarra o lo que quede de ella puede acabar pasándose de frenada si mantiene su apuesta por un final que no parece tener final, alimentando expectativas que no se corresponden con el resultado último. Ese final interminable, en el que corren el riesgo de enredarse todos los que circulan en la periferia de la banda, puede desembocar no ya en el hartazgo de la ciudadanía, sino en algo peor para quien siempre quiso lucir en el centro del escenario: la indiferencia del público.

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