La mayoría absoluta del PP ya no parece cortafuegos suficiente ante el hedor irrespirable que ha extendido Bárcenas en torno a Rajoy, el PP, la política española y la probidad del sistema constitucional
El caso Bárcenas ha dejado de ser un inquietante asunto interno del PP para transformarse en un desafío en toda regla contra la honorabilidad del Estado de Derecho y de sus instituciones. Es evidente, como aseguró ayer La Moncloa, que Luis Bárcenas trata de «desviar la atención» de los graves delitos que le imputa la Justicia con la filtración periodística de los vergonzantes sms intercambiados con Mariano Rajoy. Como también es obvio que el extesorero del PP ha empezado a tirar de la manta cuando sus frustrados requerimientos al hoy presidente del Gobierno han ido a parar con él a una celda de Soto del Real. Pero ni una constatación ni la otra permiten a Rajoy sustraerse de las preguntas inevitables que subyacen tras la divulgación de los mensajes de móvil. ¿Por qué accedió a ‘cartearse’ durante dos años y hasta el pasado marzo con alguien que lleva desde 2009 bajo sospecha policial y judicial, al que se le han terminado por descubrir multimillonarias cuentas ilícitas en Suiza y al que el portavoz del PP en el Congreso, Alfonso Alonso, acaba de calificar como un «delincuente», sin atenerse a la presunción de inocencia? ¿Por qué alentar con esos sms la hipótesis de un intercambio de favores, aunque solo fuera por la vía de pedirle a Bárcenas que aguantara, que fuera «fuerte»? ¿Cómo casa la aparente y animosa ingenuidad de enviar los mensajes con el carácter de un Rajoy que ha hecho del mutismo y el autocontrol su divisa política? ¿Cómo cabe sostener en público que no estaba mediando un intento de chantaje, cuando eso es justamente lo que estaba haciendo el extesorero popular?
Rajoy ha fiado la resolución del viscoso caso Bárcenas a su innata habilidad para envolverse en el silencio y al valor de su palabra de hombre y presidente, a la reivindicación de su honestidad personal por encima de cualquier sospecha o evidencia. La capacidad para enmudecer cuando las voces se multiplican a su alrededor exigiéndole que hable –esa forma singular de hacer política sobre la que el presidente ha levantado toda su carrera– le había servido hasta ahora para sortear mejor o peor la publicación de los ‘papeles de Bárcenas’ con la supuesta contabilidad B del PP y el inexplicable pago al extesorero de un jugoso sueldo del partido hasta diciembre del año pasado. Esta estrategia de apaciguamiento del problema se ha visto favorecida por la acotación de las investigaciones judiciales a los desmanes personales de Bárcenas y por el hecho de que, por ahora, las pesquisas sobre las cuentas del PP se limiten a un hipotético ilícito fiscal entre 2007 y 2008, dado que las supuestas donaciones irregulares desde 1990 habrían prescrito ya. Pero la publicación de los sms entre Rajoy y el antiguo guardián de las cuentas, la víspera de que éste vuelva a declarar ante el juez Ruz por su cambio de testimonio, coloca el caso en un estadio distinto y más preocupante. No solo porque esta vez la voz del presidente se hace audible tras los mensajes cruzados amistosamente con Bárcenas hasta hace bien poco, y cuya veracidad no puso ayer en cuestión La Moncloa. También, y sobre todo, porque la desfachatez del extesorero salpica directamente al partido que sostiene el Gobierno y pone a prueba la limpieza del entramado democrático.
Bárcenas ha optado por tirar de la manta frente al manto de silencio extendido por Rajoy. La efectividad de ese mutismo quedó ya en entredicho el jueves después de que Alfonso Alonso protagonizara la intervención más volcánica que se le recuerda para tratar de justificar por qué el presidente no comparece ante el Congreso. En apenas 72 horas, la necesidad de ofrecer explicaciones a los diputados y al conjunto de la ciudadanía se ha incrementado exponencialmente. Con independencia de en qué acabe la instrucción judicial, de que se acrediten o no delitos penales y del alcance que terminen adquiriendo las revelaciones interesadas de Bárcenas, hay algo que resulta ya insufrible: que la ciudadanía de bien tenga que abochornarse cada día con la extorsión indisimulada de alguien que no solo es un presunto delincuente, sino que lleva años pareciéndolo. Porque esa estética de la impunidad, esa chulería de quien se cree a salvo de todo y de todos, no se construye en un día. Puede que Bárcenas sea un delincuente solitario, pero trabó sus negocios en las entrañas del PP sin que nadie, aparentemente, se apercibiera de que ese desparpajo despreocupado vestía en realidad actividades oscuras y delictivas. Y puede también que la Justicia determine que no ha existido o no ha podido probarse la existencia de una financiación irregular de la formación conservadora. Pero quien fue el tesorero del PP durante dos décadas tiene la llave de un secreto temible: la relación de cada uno de los dirigente del partido, aunque sea perfectamente lícita, con algo tan sensible como el dinero; esa relación que todos preferimos que permanezca en la esfera de nuestra privacidad. Por eso –de perdidos al río– Bárcenas se considera capaz de lanzar el desafío total que está protagonizando.
El Gobierno emitió ayer la señal de que no solo nada ha cambiado, sino que el intercambio de mensajes acreditan que ni Rajoy ni el partido han cedido al chantaje del hoy inquilino de Soto del Real. Carlos Floriano se permitió asegurar, incluso, que al PP «le preocupa cero» Bárcenas, como si eso pudiera resultar creíble a estas alturas. La abrumadora mayoría absoluta de los populares hace inviables las iniciativas de la oposición, incluida la eventual presentación de una moción de censura. Pero eso ya no parece un cortafuegos suficiente ante el hedor irrespirable que ha logrado extender Bárcenas en torno a Rajoy, el PP, la política española y la probidad del sistema institucional.