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El repelente Niño Vicente

Son famosos, son ricos, se dedican a lo que les gusta y, sin embargo, mucha gente no los puede ni ver. Caen mal. ¿Por qué se le tiene tanta manía a Fernando Alonso y se adora, por poner un ejemplo, a Rafa Nadal? ¿Por qué se admira y reconoce a Leo Messi y se odia a Cristiano Ronaldo? Es difícil saberlo.

En el caso del piloto de Fórmula Uno, uno de los mejores deportistas españoles de todos los tiempos, quizá tenga que ver porque no resulta cercano, cálido. Se le percibe como un tipo estirado. También puede que influya el desmesurado elogio, en ocasiones sin sentido, de los encargados de narrar la F-1 en televisión, instalados en un discurso en el que todo lo que hace el piloto es una maravilla y si algo sale mal, es culpa de los demás.

Nadal, por el contrario, es un chico con el que la gente se puede identificar porque lo pasa mal, porque sufre dolor en los partidos, porque su novia es una chica normal y porque lleva una vida de lo más corriente, a pesar de ser un personaje expuesto constantemente al escrutinio público por lo universal de su fama y trabajo.

Algo parecido sucede con los dos grandes emblemas del fútbol español. Leo Messi es un mago del balón, un tipo que hace magia con la pelota, que pone en pie a todo un estadio y que provoca que la gente que ama este deporte, se reconcilie con un juego en el que cada vez quedaba menos espacio a la creatividad, al arte, a la ilusión. Añade a todo esto que es un jugador que no tiene una vida fuera de los campos de juego muy distinta a la de cualquier mortal. Es complicado tener manía a Leo.

Cristiano Ronaldo es antipático por naturaleza. No dudo que en su vida íntima sea una persona encantadora, pero el ojo que todo lo ve muestra una imagen del portugués que provoca instintivamente el rechazo. Cristiano es un gran, un enorme deportista. Quizá tenga menos ‘magia’ que Leo, pero su calidad está fuera de toda duda. Le pierden los malos gestos, ese rostro de enfado permanente, de cabreo y pelea con el mundo que le rodea.

Le pierde enfrentarse a la grada cada vez que le recrimina un error o se mofa de su último paso por la peluquería; le pierde afirmar que se siente triste en un contexto dramático para mucha, muchísima gente que realmente lo está pasando mal (excusa perfecta para hacer demagogia, dicho sea de paso); le pierde (y en esto sea quizá el menos culpable) el aparecer en las revistas del colorín en lugares exóticos con compañía femenina inalcanzable para el resto de los mortales.

Vamos, que Cristiano cae como una patada ahí mismo, incluidos muchos de los aficionados madridistas. Comparaciones son odiosas, así que mucho, mucho trabajo tendrá por delante el asesor de imagen que, dicen, va a intentar mejorar la imagen pública del astro portugués.

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