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El Efecto Simeone

Hace años que el Atlético de Madrid pertenece a la clase media, un grupo de clubes cada año más reducido, que de cuando en cuando daban la sorpresa y arrebataban el título liguero a los bipolares Madrid y Barcelona. En aquel entonces se acuñó el mal llamado síndrome de El Pupas para definir a los rojiblancos, un complejo de fatalidad al que siempre se recurría para justificar derrotas incomprensibles o periodos eternos de sequía de trofeos. Siempre era el perverso destino el responsable de los males del club. El Atlético vivió durante mucho tiempo instalado en una atonía solo rota por breves instantes de felicidad, con el común denominador de unos nefastos dirigentes que, en numerosas ocasiones a lo largo de la historia del club, tenían en esa fatalidad la coartada perfecta para salir indemnes por su ineptitud. Hasta que llegó un tal Diego Pablo Simeone para romper con ese mal karma.

Por el banquillo rojiblanco ha pasado de todo. Entrenadores de perfil alto que habían ganado un Mundial, como César Luis Menotti; que habían deslumbrado y marcado una época en el fútbol europeo, como Arrigo Sacchi; de la casa de toda la vida, como Luis Aragonés en distintos periodos; con prestigio reconocido en muchos países, como Tomislav Ivic; con pedigrí tras dirigir en Brasil tanto clubes como selecciones, como Jair Pereira; profesores con un enorme caché de sabios, como el Pacho Maturana; o tipos con la vitola de veteranos de la Premier, como fuera Ron Atkinson. Todos ellos terminaron por fracasar de un modo u otro en el Atlético. Tampoco se libraron de esta perversa voracidad aquellos entrenadores que llegaban al Vicente Calderón con menor currículum, un perfil más bajo, pero con pretensiones igual de altas. También en esto Simeone ha roto moldes y en tiempo récord está consiguiendo un lugar destacado en la iconografía atlética.
Simeone es un entrenador extraño que tuvo siempre claro desde su retirada como jugador que tarde o temprano el destino le conduciría hacia la silla caliente del Atlético. La llamada del club se produjo posiblemente antes de lo previsto en su particular hoja de ruta. Difícil decisión. Decir no a tu destino suponía no subir a un tren que quizá no volvería a parar en su estación. Decir sí a ese tren conllevaba asumir el riesgo de descarrilar por correr demasiado y, quizás, cerrar en un futuro la puerta al sueño de su vida como entrenador. El Cholo se arriesgó y la jugada, por ahora, le está saliendo perfecta.
Simeone no es un entrenador brillante, no es un táctico de primer nivel o un innovador en sus métodos para dirigir a su plantilla. Es algo mejor que todo eso. Es el mejor gestor para un equipo cosido a puntadas como el Atlético, que depende de una propiedad que ha perpetuado la mala gestión hasta lograr que a institución viva instalada en el borde del abismo, de la ruina o de la desaparición. Un tipo que es capaz de recuperar a jugadores desahuciados como Gabi, Raúl García o Diego Costa; que saca lo mejor de sí mismos a jugadores, transformándolos de normales a, como Filipe Luis o Miranda; que rescata del rincón del talento perdido a futbolistas enormes como Thiago; que maneja con mimo y exquisito cuidado a las perlas de la cantera como Oliver Torres; o exprime hasta la última gota de esencia futbolera a tremendos jugadores condenados a pasar fugazmente por el equipo, como Falcao o Courtois. Simeone también ha logrado inyectar en vena la autoestima necesaria a un aficionado resignado a ser el eterno segundón capitalino, el que se lleva las migajas en el reparto, para recuperar el respeto perdido. Eso, sin duda alguna, es a veces más importante para tener éxito en una nave tan complicada como la rojiblanca. Hasta que quienes ocupan el puente de mando se lo permitan con sus más que dudosas dotes de mando o el mismo Cholo vea que no hay salida. Mientras, disfruten de lo que queda, que casos como el del Cholo se dan como los cometas: uno cada cien años.

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