Nos gustan los topos. No los adorables y tiernos animalitos, no. Los topos de dos patas que filtran cosas a la malvada prensa, esos que descomponen vestuarios, que traen de cabeza a entrenadores, que sabotean proyectos presidenciales y que ejercen de ‘garganta profunda’ sobre las intimidades, algunas ciertamente vergonzantes, de un vestuario. Es más, si de nosotros dependiera, estableceríamos una categoría más en los Premios FIFA para gratificar al mejor filtrador, al que más secretos saca a la luz, el que mejores historias cuenta sobre lo que pasa de puertas para dentro. Nos lo íbamos a pasar en grande. Pero, ¿es realmente un buen negocio tener un topo?
Esta parrafada inicial viene a cuento por el lío que se ha organizado con la cacería -que al final se quedo en batida campera de segunda categoría- iniciada por Guardiola para conocer al topo del Bayern que filtra las interioridades de los muniqueses. Secreto de Estado, según parece, y del que están ya sacando punta y disfrutando como locos los miembros de la Alegre Cofradía del Meacolonialismo. Una historia que pronto quedó reducida a una pequeña ventosidad pero que sirvió, al menos por un instante, para darle fuerte al entrenador del Bayern. Caza de brujas para encontrar al insatisfecho que revela a la canalla los secretos inconfesables de Guardiola. Parece que el asunto ha tenido un recorrido corto y que Pep no se ha metido demasiado en faena. Puede que la experiencia vivida en España con el Sainete blanco, haya sido suficientemente educativa como para no meterse en estos peligrosos jardines.
Por aquí, ya saben todos ustedes, se acusó a Casillas de ser, con la inestimable colaboración de la futura mamá y bella presentadora, la rata del vestuario blanco en plena guerra civil con Mourinho. El guión de la película era de manual: entrenador malo, malísimo, con un ego a prueba de bomba atómica y con un afán controlador más propio de una casera de pensión antigua que de un entrenador de fútbol. En el otro lado, jugador con más años en el club que el palo de la bandera de un cuartel, famoso, glamuroso, con títulos y currículum envidiable y pocas ganas de que le toquen las narices -y la titularidad cuasi por decreto- a estas alturas de su carrera profesional. El sainete se completaba con una novia periodista a la que muchos consideraban carne de tendencia malvada en Twitter (craso error, como se ha demostrado posteriormente); y, por último, un presidente que contemplaba como su carisísimo juguete se iba a la porra por estas milongas más propias de corrala o verdulería, que de un club de fútbol medianamente serio. El sainete acabó como cabía esperar: el entrenador, a Londres. El portero, calentando trasero en el banquillo durante la Liga, que el Champions y Selección todavía se le puede ver. La novia, de baja por maternidad y dejando caer que, bueno, quién sabe dónde va a nacer el nene… Y el presidente, pues eso, atacado y dejándose un pastizal en un jugador, que ya se sabe que la mejor terapia contra la frustración y la depre es fundir la tarjeta de crédito.
La conclusión a todo esto es que un topo es un mal asunto. Mal para quien filtra, que queda retratado para los restos; para el club que le paga, que da una imagen exterior de verbena continua; para el presidente y entrenador, cuya autoridad queda por los suelos; y para los periodistas, presuntos grandes beneficiarios por tener alguien que canta lo que pasa en el vestuario, porque el filtrador es un tipo siempre interesado, muy egoísta y que te está usando como un pañuelo de papel, que tiras a la papelera después de sonarse la nariz.