No se trataba de una calle de Beirut ni de la penúltima escaramuza salvaje en cualquier ciudad de Siria. No era un videojuego o una carga policial en medio del fragor de una batalla contra manifestantes. Era un campo de fútbol de la presunta mejor Liga de esta planeta. Un descerebrado no tuvo mejor ocurrencia que entrar en un estadio de fútbol con un bote de gas lacrimógeno para disparar hacia el terreno de juego provocando uno de los episodios más vergonzantes de la historia de este deporte y que arroja por la borda cualquier intento de demostrar al exterior que este no es un país de violentos animales que acuden a los estadios a desfogar su ira y frustración lanzando mecheros o material antidisturbios.
Por mucho que ahora nos rasguemos las vestiduras con lo sucedido en Villarreal o en el Calderón y carguemos las tintas contra los autores materiales de estas salvajadas, haríamos mal en no ir más allá de la cínica descarga de responsabilidades. Es cierto que es muy difícil controlar a los cuarenta mil espectadores que acuden a un partido de fútbol. Es imposible impedir que un loco peligroso lance un mechero al campo, pero sorprende e inquieta que un espectador haya podido introducir un bote de humo en un recinto deportivo sin que nadie se percatase. Los controladores de las puertas de acceso, esos que se afanan en retiran latas o botellas con tapón, fueron incapaces de detectarlo. Las mil cámaras de seguridad que barren todos los rincones del estadio tampoco pudieron localizar al responsable o responsables de esta ‘hazaña’ cobarde. Tampoco los compañeros de asiento vieron al lanzador, como tampoco vieron o quisieron ver al ‘valiente’ que acertó en la cabeza de Cristiano Ronaldo con un mechero en Madrid. Si nadie ve nada, si nadie detecta nada, si la masa protege y encubre al salvaje, el mensaje que se está enviando a los potenciales borrokas del fútbol es sencillo: bienvenidos, hay barra libre.
Si la respuesta que el fútbol ofrece a estos comportamientos -ojo, que en esta semana hemos tenido suerte y no hemos lamentado daños mayores, que parece que ya hemos olvidado que hace 21 años murió un niño en el viejo Sarriá por el lanzamiento de una bengala– es multar con 600 euros al club del mecherazo o a dar un comunicado lamentando los hechos y culpando a ‘alguien de fuera’ que solo quiere hacer daño al Villarreal, es que no han entendido absolutamente nada de lo que está sucediendo. Así lo único que se logra es dar pie a que se repita una desgracia. Ni siquiera -y esto es grave- el periodismo deportivo parece darse cuenta de la magnitud de lo sucedido durante esta semana en España. Los platós de las traiciones estaban más ocupados en el estúpido baile de Neymar durante la humillante derrota del Rayo que de las imágenes bélicas procedentes de Villarreal. La muerte de Guillem Lázaro, de 13 años, sirvió para que los clubes se tomaran en serio el cumplimiento del reglamento que prohibía la entrada a los estadios con bengalas. El reglamento existía. Lo malo es que nadie se lo tomaba en serio.
La violencia en el fútbol no es exclusivamente una cuestión policial. Violencia es tener una legislación vacía de contenido porque que el culpable de una agresión sale impune. Violencia es permitir que grupos de fanáticos de ideologías extremas tengan privilegios y manga ancha por parte de los clubes. Violencia es permitir que el Mourinho, Del Nido o Laporta de turno incendie un partido con declaraciones irresponsables. Violencia son unos medios de comunicación que exageran la confrontación de equipos, ciudades o comunidades hasta límites obscenos. No, es cierto, no somos la Inglaterra de los hooligans, la Argentina de las barras bravas o la Holanda de las quedadas para partirse la cabeza, pero están apareciendo ya los primeros síntomas de que está cambiando la tendencia en nuestro país. La pregunta es si necesitamos otro muerto para que nos lo tomemos en serio.