El Real Madrid vive instalado permanentemente en una esquizofrenia constante en la que todo se cuestiona, nada se salva a la crítica ácida y nadie se libra, por muy grande que sea su hoja de servicios en el club, de la desaprobación de una grada exigente, a veces, hasta la crueldad. Es posible que esta actitud vital sea lo normal en un club de las dimensiones del Real Madrid, en el que cualquier detalle nimio se magnifica, pero que choca para cualquier ajeno, que muchas veces no entiende la espiral auto destructiva en la que vive el club. Solo los títulos proporcionan una tregua a las hostilidades. Tras la resaca de las celebraciones, vuelve a salir el cuchillo.
¿Es normal la situación que vive uno de los capitanes del Real Madrid? Posiblemente, no, pero hace ya mucho tiempo, demasiado, que la vida cotidiana en el club blanco no es normal. No se entiende la feroz guerra civil que protagonizó Mourinho, sus enemigos de dentro y fuera del club o los regalos envenenados detonados a distancia que dejó como penitencia el entrenador portugués; el empecinamiento de gran parte del público en contra de Casillas, diana cruel de las iras del aficionado descontento muchas veces no se sabe bien por qué; la reacción poco afortunada y elegante del que antaño fuese símbolo del madridismo, o la cortedad de miras de infinitos debates estériles sobre si Casillas debe jugar o no la noche decisiva de la Champions. Al parecer, es más importante determinar quien es el portero del Madrid ante la Juve que llegar a la final de Berlín. Quizás la grandeza del Madrid sea precisamente esto: ser capaz de sobrevivir a vientos, mareas e innumerables tiros en el propio pie.