“Esta Fórmula 1 no gusta a nadie“. Lo dice Fernando Alonso, no un cualquiera que pasaba por ahí. Normal el enfado del asturiano, compartido por muchos aficionados a un deporte que requiere un cursillo de reciclaje previo al inicio de cada temporada para intentar conocer las nuevas reglas de competición. Es como si un aficionado al fútbol tuviera que empollar cada año el reglamento para saber si han cambiado las dimensiones del campo o de las porterías, si se ha modificado el tamaño y presión del balón o si en lugar de once por equipo, se aumenta a doce o quince el número de jugadores sobre el terreno de juego ¿Ridículo? Pues esto es lo que está pasando en la Fórmula 1.
El piloto asturiano, quizá por el privilegio del respeto ganado y los años en activo, se puede permitir decir que en su deporte no hay coches que hagan ruido, que adelanten o sean rápidos; o que los pilotos son sistemáticamente ignorados y marginados por los dueños de este circo. Un negocio en lenta e inexorable caída de audiencia, especialmente en países como el nuestro, que abraza con pasión a un deporte solo cuando alguien destaca y triunfa, como ha sido el caso de Alonso. La tormenta perfecta llega cuando el ídolo inicia su declive y las reglas son un verdadero galimatías.
La Fórmula 1 (y otros muchos deportes) tienen al enemigo en casa. Si al espectador le ofreces espectáculo, igualdad, reglas de juego comprensibles y sencillas, no solo para iniciados (no convertir en sectas a los mal llamados deportes minoritarios, despreciando al recién llegado), y visibilidad (¿de qué te sirve tener, por ejemplo, una de las mejores ligas de baloncesto de Europa si no la puede ver apenas nadie por TV?), la pervivencia de cualquier deporte está asegurada ¿Por qué se empeñan algunos en dispararse en el pie?