Extraño país el nuestro en el que has de abandonar el reino de los vivos para recibir el homenaje, reconocimiento y respeto merecidos, como recientemente se ha podido comprobar tras el fallecimiento de Johan Cruyff, personaje imprescindible en la historia del fútbol y al que, muchos de los que hoy lloran sentidamente por su pérdida, ayer criticaban sin el menor rubor. Nada que no haya sucedido antes o siga sucediendo ahora. Que se lo digan a Vicente del Bosque, diana recurrente de las iras del aficionado ingrato.
Hay una delgada línea roja entre la crítica razonada y serena y la falta de respeto. Posiblemente, el tiempo de Del Bosque haya pasado. Posiblemente, el seleccionador nacional hubiese hecho bien el dejar al equipo de todos cuando alcanzó lo que nadie antes había logrado en la historia del fútbol español. Puede que la borrachera del éxito y la adulación extrema, muy propias también de nuestro carácter, o su acusado sentido del deber, impidieron al salmantino que se retirase a tiempo. Solo él lo sabe aunque, seguramente de haber sospechado la feroz campaña de desprestigio que se le venía encima, hubiese tomado otra decisión.
Es un ejercicio de ingenuidad confiar en que todos los que vilipendian al actual seleccionados se acuerden de cómo estaba la selección antes de que Luis Aragonés y Vicente del Bosque construyeran al mejor equipo del mundo. Siempre dirán que fue a pesar de ellos, que con la mejor generación de jugadores de nuestra historia, cualquiera es seleccionador. Los viejos vicios celtibéricos, la pasión por crear ídolos para luego derribarlos y rendir después homenajes póstumos y la enorme facilidad con la que nos acostumbramos al caviar, olvidando los pasados atracones de lentejas. No tenemos remedio.