La afición, esa especie de tribunal popular que todo lo juzga y dicta veredictos sin carácter vinculante ha hablado: no le gusta ni el cambio del escudo ni el nombre del nuevo estadio en el que presuntamente jugará el Atlético de Madrid a partir de 2017. Decimos lo de presuntamente por la guerra entre administraciones, que ha tomado como rehén involuntario a los rojiblancos, aunque esa es otra historia. Volvamos a lo del escudo: que no se pisa, que no se juega con el sentimiento, que quién se el diseñador patán que ha parido tamaño engendro, que no se ha consultado a los socios, que no había ninguna necesidad de cambio…Argumentos todos muy válidos que chocan con la cruda realidad del marketing o de la venta de camisetas. Mírenlo por el lado bueno: las equiparaciones de esta temporada estarán en oferta el año próximo. En cualquier caso, la modificación del escudo es discutible y fundamentalmente inoportuna. Lo de la denominación del nuevo estadio es otra historia.
El Club Atlético de Madrid, S.A.D. no es de sus socios, es de sus propietarios que para ello, ya sea de forma legal o ilegal, aunque prescrita, han adquirido las acciones. Los socios son clientes que, a cambio de un dinero, reciben un servicio: el fútbol. No forman parte del Consejo de Administración y no tienen capacidad alguna para la toma de decisiones en el club. Pueden, eso sí, protestar a través de las redes sociales o manifestarse en el estadio con sus gritos, pero nada más. Lo de que el aficionado es el patrimonio intangible del club es una frase tan bella como vacía de contenido. Guste o no guste, la realidad es esa.
Los propietarios del club son quienes deciden si venden sus acciones y a quién se las venden. Como en cualquier otro negocio o actividad empresarial. Así pues, si el nuevo accionista de referencia del club es un grupo empresarial chino, es lógico que el nuevo estadio reciba el nombre de quien ha inyectado la liquidez necesaria para la supervivencia de la entidad. Nada nuevo, por otra parte, en el contexto actual en el que estaciones emblemáticas de Metro, recintos deportivos, teatros o salas de concierto pierden su nombre en favor de compañías de telefonía, bancos o de cadenas de peluquerías. No gusta, pero es lo que da dinero en un mundo en el que el fútbol hace tiempo que enterró su lado sentimental para convertirse en nada personal, solo un negocio. Y si no gusta, pues te compras un club.