Gobernar a golpe de tragedia, legislar al albur de los acontecimientos, hacer propuestas absurdas solo para buscar réditos políticos, además de no conseguir el propósito de acabar con los violentos en el fútbol, tiene como perverso efecto secundario provocar la reacción desafiante de los ultras. Cuando un inconsciente da una patada a un avispero, lo más normal es que se lleve un picotazo.
Es el lavado de conciencia habitual cuando, tras una tragedia, quedan en evidencia las fallas del sistema. Primero, nos llevamos todos las manos a la cabeza, indignados por el penoso espectáculo de decenas de salvajes peleándose hasta matarse entre ellos. Después, las reuniones urgentes para tomar todo tipo de medidas que, como ya hemos visto, no son más que brindis al sol. Un par de ceses para quedar bien, en este caso, los policías responsables de los dos equipos implicados, el eslabón más débil de la cadena -destituir a un Secretario de Estado o a una Delegada del Gobierno sería todo un acontecimiento por inusual- y todos tan contentos. Crisis solucionada. O no.
Quien pensara que el mundo ultra iba a aceptar con resignación su nuevo estatus de enemigos públicos o es un ingenuo o no conoce ni de lejos la realidad de los fondos de muchos estadios de este país. No nos movemos, es su consigna, cantada en Elche y el Turín, para mayor repercusión internacional y doméstica, porque los brazos en alto han ocupado casi más espacio en los medios que la crónica del partido y la clasificación del Atleti como primero de grupo en la Champions. Veinte tipos han logrado la repercusión mediática deseada y sin gastar un solo euro en agencias de comunicación. Acción-reacción. La respuesta del club en este desafío ha sido su expulsión. Este domingo actúan en casa en el último partido del año ¿Qué harán para hacerse notar? Esto no ha hecho más que comenzar.