Como dice mi amiga Bei, de Tigriteando, la culpa nos acecha desde que nos quedamos embarazadas por primera vez.
Nos culpamos por no atender, nos culpamos por no entender.
Y así llevo un año conversando conmigo misma. Sobre todo desde que llegó Kian. La culpa se hizo más fuerte. La acepto y la vivo como parte de mí. Sin embargo, no deja de acompañarme entre tanta bronquiolitis, trabajo, reuniones, mails, post y llamadas de teléfono.
En esta última ocasión, he vivido un episodio muy difícil con la lactancia. Durante 3 días Kian parecía haber olvidado mamar. Su consciente le llevaba a querer mamar mordiéndome, aunque fuera suavecito, y su mirada y actitud me transmitían que él no lo quería hacer. Sin embargo, su inconsciente, dormido en siesta y de noche, mamaba perfectamente.
Han sido más de 75 horas de “incapacidad de succión” durante el día. Y han hecho que fantasmas, miedos y visiones horribles como un destete prematuro para mí, vinieran para quedarse unos días.
Un fin de semana de mucho trabajo, de mucho estrés y de una atención escasa. No tanto en cuerpo, porque le porteo siempre que lo necesita, sino en alma. Todo esto, una vez más, me vuelve a mostrar todo lo sensibles que son los bebés.
Parece que no queremos integrarlo, pero así es. Nos sienten, la presencia y la no presencia; y cuando lloran, algo les pasa. Sólo debemos procurar comprender, entender, aunque sea muy difícil y no sepamos hacerlo. En esas ocasiones, habitualmente, nos volvemos a culpar.
Una vez más, la culpa…
Me digo a mí misma como un mantra cuando las sombras acechan. Deja de lado la culpa, déjale un hueco en tu camino como madre, y que sólo seas tú quien la pronuncie siempre que quieras. Tú y nadie más.
Dulce culpa, dulce compañera.