Martín R. Ojeda (*) acaba de volver de vacaciones y hoy quiere hacer unas reflexiones sobre lo que ha visto en Praga…
“Hace un par de días tuve la suerte de conocer Praga. Fue mi primer viaje al lado contrario del otrora “Telón de acero” y la verdad es que me resultó una ciudad maravillosa; con un desarrollo histórico diferente al que estamos acostumbrados.
En ese marco, he observado dos cosas de índole diferente que me gustaría citar hoy aunque no sean de clase técnicamente etológica. Abusaré, pues, de la paciencia del lector y de la sufrida Irene.
Suelo comenzar mis recorridas turísticas en sitios nuevos con el llamado “síndrome del Dos de Oros”: voy caminando moviendo la cabeza de un lado al otro con los ojos abiertos como los palos de la carta nombrada. Historia, arquitectura, gastronomía y por supuesto, la gente, son elementos que no pueden dejarse de lado al conocer un lugar. Pero claro, la deformación profesional –o la mera pasión “cuadrupedril”- presiona, y enseguida comienzo a fijarme en los perros, en su interacción con sus dueños, conductas y demás.
Así fue como al segundo día reparé en varias cosas. La primera, que pagando un suplemento por el sitio que ocupan (algo así como 51 céntimos de euro, más o menos), pueden viajar en los transportes públicos. He tenido varios peludillos (perrunos y gatunos) compañeros de travesía y, eso sí, todos están acostumbrados, se comportan perfectamente y van bajo la supervisión y control estricto del dueño.
La segunda, es que tienen acceso a los recintos públicos. El paseo dominguero consistía en ir a dar la vuelta por el recinto del Castillo de Praga, con el perrete compartiendo el paseo (atado, por supuesto). En ese sentido, con la apertura de los jardines del Palacio de Miramar y demás a los chuchos, creo que vamos por buen camino.
La tercera: ¡en diez días he visto deposiciones de perro en el suelo sólo una vez! Las calles impolutas, sin siquiera manchas de recogida. ¿Cómo? La explicación es muy simple. En todos los barrios hay unos postes que tienen unas bolsas de papel madera con un cartón dentro. Este cartón tiene varios dobleces que lo dejan con forma de palita y que se usan para llevar las heces a la bolsa, y de allí a la basura. He visto a una señora mayor que, en cuanto su perrito tomó postura, le puso el cartón en la “zona de caída”, metió el tema en la bolsa sin problemas, y a otra cosa. Y si una persona mayor puede hacerlo, no hay excusa para los demás.
Por supuesto, no pude evitar pensar dos cosas: por un lado, el ayuntamiento que cumple con su obligación de proveer las bolsas para que los ciudadanos hagan lo que tienen que hacer. No he visto un solo poste sin las bolsitas, y en cantidad. Por otro lado, precisamente eso. Los postes llenos y bien provistos, porque cada uno saca solamente lo que necesita, y deja las demás para el uso de otros paseantes. ¿Seríamos tan civilizados nosotros?
La segunda cuestión es un tema más de reflexión personal. Caminando por el Puente de Carlos, entre una horda de turistas de mil nacionalidades que hacía del sitio una moderna torre de Babel en cuestiones idiomáticas, vi varias personas indigentes postradas en el suelo. La postura no podía ser de mayor súplica, de rodillas y apoyados en sus antebrazos, la cara y la mirada pegada al suelo, las manos juntas en un mudo pedido de ayuda. Desgraciadamente en el trasiego de la vida urbana solemos ir endureciéndonos hasta que a veces, para nuestra propia vergüenza, es como si no los viéramos.
Sin embargo, bendita deformación profesional, me crucé con uno que tenía echado a su lado a un pastor alemán tamaño pony como nuestro buen Sort, que dormía la siesta al sol veraniego pegado a su dueño. Me acerqué a ver y noté que aquél hombre, en aquélla postura terrible tanto en lo físico como en lo anímico, sólo movía una mano y era para acariciar acompasadamente la cabeza de su amigo.
Dejé un par de monedas en su gorra, y sólo hubo un asentimiento en señal de agradecimiento. Ni siquiera mirar a la cara. Bajé la mano hasta la cabezota del perro y le acaricié un par de veces: lo que el perro agradeció con un suspiro profundo. Pero lo que me sorprendió ver fue otro asentimiento del hombre, en agradecimiento hacia la atención a su compañero.
A lo largo de mi tiempo interesándome por los perros he conocido diversas teorías sobre los canes de los indigentes, desde la que dicen que son los perros más felices del mundo por estar en la calle con su dueño, etc., hasta los que los definen como “pobres desgraciados”; también he visto vagabundos darle la mitad de su comida a su perro, y a otros utilizarlos para intentar dar pena. No es mi intención en absoluto con estas líneas el tomar partido por ninguna, porque yo mismo según lo que veo voy cambiando y optando por un lado o el otro.
Sin embargo, mientras me alejaba de aquel pobre hombre y su perraco, único y mutuo apoyo en aquella completa soledad a pesar de estar en medio del tráfago de turistas y viandantes, no pude menos que imaginar una situación similar pero hace más de quince mil años.
Un dúo, un binomio, una pareja que al igual que se buscaba la vida para sobrevivir en el bosque o la selva, hoy lo hace en la ciudad.
Hombre y perro. Perro y hombre. Compañeros.”
(*) Martín R. Ojeda es etólogo y adiestrador de Servicios Caninos Integrales
(**) Si quieres que Martín te ayude con tu perro, recuerda rellenar este cuestionario y enviarlo a unomasenlafamiliablog@gmail.com.