“Manuel Lecube, inconsciente autor de la tragedia de ayer. (F. Guerézquiz.)”. Foto LVG. |
Son las 2 de la madrugada del 8 de junio de 1926. En el segundo pabellón del Asilo Reina Victoria, un hombre yace en su cama despierto. Está inquieto y no deja de sollozar. Llegará el momento en que anuncie a voces que va a matarse. Se levantará, se vestirá y empuñará un cuchillo que escondía con nefastas consecuencias. Así comienza una noche de locura y muerte en el Asilo de Zorroaga.
EL COMIENZO
Como cualquier otro día, los asilados de Zorroaga marcharon a dormir a sus respectivos pabellones. Las Hermanas de la Caridad hicieron la última ronda sin observar nada anormal. A la 1:00 de la madrugada, se retiraron a su propio pabellón. Mientras todas las hermanas se disponían a descansar, una de ellas —sor Justa Murga— decidió hacer una última requisa hacia la 1:40. Según la prensa, si hubiera tardado cinco minutos más, habría sido sorprendida por la tragedia.
Hacia la 1:45 —hay quien dice las 2:00—, en el dormitorio del piso principal, mientras todos duermen, uno de los asilados, no pudiendo dormir, observa a su compañero, que también se ha despertado y solloza. El asilado que solloza, al cabo de un rato, anunció en voz alta: “¡Me voy a matar!”. Tras decir esto, el presunto suicida, llamado Manuel Lecube, preso de una gran excitación, saltó de la cama, se vistió y empuñó un cuchillo que tenía escondido. En éste instante es cuando comienza la tragedia.
Por desgracia, hay varias versiones sobre cómo se desarrolla la tragedia y que contradicen tanto el desarrollo de los sucesos como el orden de heridos. Aproximadamente, esto es lo que sucedió:
Lecube, muy alterado y dando voces, empezó a acuchillar a los asilados que más cerca tenía y que aún dormían. Según la versión de “El Pueblo Vasco”, el primero en ser acuchillado fue Martín Cristobalena; según otra —la del capellán del asilo—, fue el jorobado José Borda. Tras el primer ataque, se dirigió al resto de camas. Al parecer, los siguientes en ser acuchillados fueron los asilados Luis Manterola y Francisco Michelena, respectivamente.
Pronto, el pánico cundió en la sala. Los asilados, a medida que se despertaban, se encontraban con la enorme figura de Lecube, que, como poseído por una rabia furiosa, avanzaba asestando cuchilladas contra todo aquel que le salía al paso. La confusión es enorme, los asilados huyen como pueden y por donde pueden. Algunos ancianos, al advertir lo que ocurría, se escondieron bajo sus camas. Un asilado, al ver que Lecube se dirigía sobre él, echó a correr y saltó desde una ventana al tejado, para librarse de las iras del agresor; tras salvar la vida, dará la voz de alarma.
La confusión fue en aumento en el instante en que Lecube abandonó la sala y corrió por la escalera interior, ensangrentado y dando voces, con dirección al dormitorio de la planta baja.
En un momento que no queda claro, Nicolás Cestona, un asilado que además ejercía como enfermero, despierto tras escuchar los gritos que proferían los asilados, vio que Lecube actuaba de manera extraña, con “idéntica actitud que cuando estaba acometido por el acceso de locura” y que su rostro estaba “como rojo de ira, de furor”. Decidió intentar calmarlo y le habló; Lecube no hizo caso alguno. Alarmado, corrió al piso superior en busca de ayuda; pero, no hallando nada más que silencio, decidió volver sobre sus pasos. Tan pronto como bajaba las escaleras, se encontró cara a cara con Lecube y, tras dirigirse a él por segunda vez, también de manera infructuosa, escuchó los lamentos de un herido y se dio cuenta de que Lecube se había vuelto peligroso. Entonces, Lecube se abalanzó sobre Cestona y ambos forcejearon; pero Lecube, corpulento y fuerte como era, pudo desasirse y asestarle a Cestona una cuchillada en el hombro.
Lecube, tras dejar a Nicolás Cestona herido en las escaleras, volvió a la planta baja para proseguir en el dormitorio su macabra obra. Una vez dentro, fue directo a por la segunda cama —ya que la primera estaba parcialmente oculta tras la puerta—, apuñalando mortalmente al anciano Antonio Egurza. Al sentirse herido, Egurza intentó incorporarse, pero las fuerzas le abandonaron. Tras herir a otros dos asilados en dicho dormitorio, salió de la sala. A partir de aquí, Lecube desaparece. Todo había ocurrido en apenas cuarenta minutos.
LAS AUTORIDADES HACEN ACTO DE PRESENCIA
Los gritos no fueron escuchados por las monjas, pues dormían en otro pabellón bastante alejado de los de los asilados. El asilado, antes mencionado, que saltó por una ventana para refugiarse en un tejado, desesperado, corrió en su busca. Golpeó desesperadamente la puerta, despertando con ello a las monjas. Informadas de la desgracia, pidieron al asilado que fuera también en busca del capellán.
El capellán y las monjas se encontraron un escenario dantesco: los ancianos asilados huían despavoridos al campo, otros se habían acurrucado en sus camas y los heridos, que estaban en los pasillos manchados por la sangre, “se revolcaban en la madera”, permanecían como “alocados” o petrificados, demandando auxilio.
Desde las proximidades de Martutene, dos guardias rurales escucharon el griterío que provenía del Asilo Reina Victoria. Montaron en un coche que pasaba casualmente por allí y se dirigieron al lugar. Una vez allí, y tras la funesta sorpresa, se dio avisó por teléfono a las autoridades municipales y sanitarias. Poco tiempo después llegó la ambulancia, que llevaría los heridos más graves al Hospital de Manteo y los demás a la Casa de Socorro.
Tras tener noticias de lo sucedido, el alcalde Elósegui se trasladó al Cuarto de Socorro y desde allí al Hospital de Manteo, para luego seguir hasta el Asilo de Zorroaga. Le acompañaban el teniente de alcalde, doctor Maíz, y el jefe de la Guardia Municipal, Antonio Vivar. También se personó en el asilo el Juez de instrucción Cobian, para comenzar la práctica de las diligencias.
El Juez Cobian interrogó a los compañeros de dormitorio del agresor, después tomó declaración al herido Ramón Santacreu —tras haber vuelto este de la Casa de Socorro— y las demás personas que pudieron facilitar detalles para elaborar el sumario. Tras el interrogatorio, dispuso que el cadáver de Antonio Egurza fuera trasladado al depósito judicial.
La confusión es enorme en el Asilo, incluso después de la desaparición de Lecube. No aparecía por ninguna parte. Los guardias registraban habitación por habitación y los alrededores del asilo. Se pensaba que Lecube podía estar al acecho o, también, haber huído para ponerse a salvo o suicidarse.
LAS VÍCTIMAS
Tras la llamada a las autoridades, es enviada una ambulancia a recoger los heridos. Se determinó que los heridos leves fuesen trasladados a la Casa de Socorro de la calle Garibay y al Hospital de San Antonio en Manteo. En ambos establecimientos, la sorpresa de ver entrar por sus puertas a tantos heridos, quejándose y con las ropas ensangrentadas, fue grande.
Los heridos desplazados a la Casa de Socorro fueron: Ramón Santacreu, Prudencio Hernández, Antonio Manterola y José Borda. Todos ellos presentaban heridas cortantes, la mayoría en las manos; salvo Manterola, que tenía una en el cuello. Fueron atendidos por el doctor Larburu y el practicante Santolaya, a los que se les sumó el doctor Maíz, teniente de alcalde.
Ramón Santacreu resultará ser el más leve de los heridos y por ello, volverá al Asilo esa misma mañana. El resto —Borda, Hernández y Manterola— serán trasladados al Hospital de San Antonio Abad (Manteo).
Los heridos desplazados al Hospital fueron: Nicolás Cestona, Francisco Michelena, Martín Cristobalena y Luis Manterola. Estaba de guardia el doctor Joaquín Ayestarán, pero debido a la necesidad tuvo que sumarse el doctor José María Zurriarán. Tras las intervenciones, los hospitalizados serían atendidos por las hermanas de la caridad, que les sirvieron “caldos, a los que podían tomarlos, y reconfortantes”.
Esta es la lista de los heridos y sus historiales:
EL ÚNICO FALLECIDO
El único fallecido fue Antonio Egurza. Tenía en el momento del fallecimiento 64 años y era natural de Aya, Guipúzcoa. Llevaba varios años asilado en Zorroaga. Era hermano del jardinero del campo de fútbol de los señores Satrústegui.
La prensa especuló que no sufrió, pues la puñalada “le partió el corazón” y “que no sintió en absoluto el tránsito de la vida a la muerte”; pero según el diario “El País Vasco”, esto no debió de ser así. Egurza, mientras dormía recibió dos puñaladas a la altura de la tetilla izquierda y, tras el ataque, intentó incorporarse, desfalleciendo en el intento. Siguió vivo el tiempo suficiente para recibir del capellán los auxilios espirituales. Según “El País Vasco”, con su particular gusto para lo macabro, el rostro del difunto “tenía la boca abierta y su rostro se advertía como una mueca de terror”. El cadáver quedó tendido en la misma cama, cubierto con una sábana hasta las primeras horas del día, luego sería trasladado por orden del juez de instrucción, Covian, al depósito judicial.
En la tarde del día anterior, Egurza había estado hablando con Lecube, no habiendo ningún tipo de señal que indicase lo que luego pasaría.
LA PRENSA LLEGA AL ASILO
Aproximadamente, a eso de las 2:30, la prensa es avisada del suceso. Los reporteros se presentan en el asilo, con Lecube todavía suelto y siendo buscado por la policía tanto en el edificio como por los alrededores. Al entrar en el edificio, el cuadro que se encuentran los reporteros es desolador:
En la entrada del pasillo, había un gran charco de sangre, que las monjas no osaron tocar hasta la llegada del juez. En el dormitorio que quedaba a mano derecha, estaba el cadáver de Egurza, cuya sangre empapaba la cama y formaba un gran charco bajo la cama. En otras camas se podían ver los charcos de sangre de los asilados que, mientras dormían, sufrieron la ira de Lecube. La escalera que conducía al primer piso también estaba llena de sangre, al igual que el dormitorio del primer piso, donde comenzó la tragedia.
El diario de “La Voz de Guipúzcoa”, no puede ser más explícito:
“Cuando llegamos al Asilo, el aspecto de la casa no podía ser más horrible. Desde la puerta de entrada los pasillos se hallaban regados con sangre, a grandes charcos, salpicadas las paredes, los zócalos y las escaleras. Por todas partes se veían ropas empapadas de sangre y sobre la segunda cama de la sala se hallaba el cadáver del asilado Antonio Egurza, natural de Aya, de 64 años, que presentaba una gran cuchillada en el pecho, debajo de la clavícula izquierda, que le había atravesado el pulmón.
En el lecho y en el suelo había otro enorme charco de sangre, pues el desdichado Egurza quedó exangüe, por efecto de la terrible cuchillada.”
Los periodistas interrogaron a algunos de los asilados, ancianos todos ellos, que, sin darse apenas cuenta de lo que había ocurrido, como comentaba “El Pueblo Vasco”, les “castañeteaban los dientes” a causa del terror. Allí les explicaron cómo Lecube los había querido matar y cómo algunos se habían escondido bajo las camas para salvar la vida. Pronto recopilaron el material necesario para la “crónica roja” con la que sorprenderían a la sociedad donostiarra.
LA BÚSQUEDA
Son cerca de las 4:30 y todavía no se sabe nada de Lecube. Pese a la presencia de las autoridades en el asilo, la confusión y la inquietud siguen siendo grandes. Los guardias siguen registrando el asilo y los alrededores. Piensan que Lecube puede estar al acecho o, simplemente, ha huido para ponerse a salvo o suicidarse. ¿Pero dónde está Lecube? ¿Cómo ha desaparecido?
Sobre la desaparición de Lecube hay tres versiones:
A las 4:30, cuando las autoridades se disponían a salir del asilo, uno de los asilados llegó precipitadamente para avisar que en el desván se escuchaban ruidos y que allí podía estar escondido Lecube. Al parecer, esto una falsa alarma, ya que el muchacho debía de tener “perturbadas las facultades mentales ” y el miedo le había jugado una mala pasada.
La policía, pese a no encontrar a Lecube en el interior del asilo, siguió pensando que se hallaba en el interior, cosa que causaba espanto entre los asilados y las monjas. Para asegurar el lugar y tranquilizar los ánimos, Vivar, Jefe de la Guardia Municipal, y dos guardias rurales se quedaron de guardia.
También se dio aviso a la Policía Gubernativa y a la Guardia Civil para detener a Lecube. La policía se trasladó al Muelle, antiguo lugar de residencia de Lecube y donde era muy conocido, para realizar pesquisas y averiguar su paradero. La Guardia Civil se sumó a la batida por los aledaños de Zorroaga. Buscaban a un hombre alto y fornido, que vestía camisa y alpargatas o, según otros, un traje.
Vivar, al no ver resultados, perdiendo la esperanza por encontrarlo, salió a participar en la búsqueda. Acortando por un atajo, para llegar a la carretera de Hernani, llegó encima del túnel del ferrocarril del Norte. Desde allí vio a un guardia rural hablando con un hombre con ropas ensangrentadas y que estaba próximo al paso a nivel de Chominenea. Aquel hombre era Lecube.
Resulta que el guardia rural de Ategorrieta, llamado Sorbet, estaba patrullando por Loyola y vio de lejos a Lecube, en plena carretera, frente al conocido Chominenea. El guardia detuvo a Lecube, que no ofreció resistencia el ser detenido. En esas estaban, cuando apareció Vivar.
Lecube estaba herido, presentaba un tajo poco profundo en el lado derecho del cuello y daba muestras de gran agitación nerviosa. Vivar y el guardia Sorbet fueron hablando con Lecube hasta la casilla del fielato. Una vez allí, llamaron por teléfono a la Inspección municipal para que les enviaran una ambulancia. Eran las 5:30 y ya empezaba a clarear.
En esos momentos de charla, le preguntaron quien le había causado la herida del cuello. Serenamente, Lecube contestó que él mismo se la había hecho, presentando una navaja pequeña que entregó a los policías. Al ser interrogado por qué había escapado del asilo, Lecube, tras reflexionar un rato, afirmó haber hecho mucho daño allí.
LECUBE EN EL HOSPITAL
La ambulancia llevó a Lecube a la Casa de Socorro, en la calle Garibay. Pese a presentar un corte en el cuello, bajó del vehículo por su propio pie. Según los médicos, la herida no era profunda y no revestía gravedad. Le fue inyectado un calmante para paliar la excitación nerviosa y, luego, le fue practicada la primera cura. Convenientemente vigilado, fue trasladado nuevamente en ambulancia hasta el Hospital de Manteo, donde ingresó a las 6:30 de la mañana. Allí fue puesto a disposición del juez e instalado en la cama número 2 de la galería de San Blas y, en la puerta, se colocó a un guardia de Orden Público para vigilarlo.
A partir de aquí, la información vuelve a ser confusa. Según “La Voz de Guipúzcoa” Lecube, una vez hospitalizado, y seguramente fruto del tranquilizante, demostró estar en pleno uso de sus facultades mentales, al menos hasta después del interrogatorio, cuando le sobrevino un ataque epiléptico. Sin embargo, “El País Vasco” contradice esta información, diciendo que Lecube pasó toda la mañana preso de “la más tremenda excitación nerviosa” y “con intervalos daba grandes voces, pidiendo auxilio y llorando”, hasta que al mediodía le dio el ataque epiléptico.
Según “La Voz de Guipúzcoa”, Lecube confesó querer matar a una monja —tal vez Sor Justa Murga— y a Nicolás Cestona, para seguir explicando lo sucedido:
“—Yo comencé—siguió diciendo el demente—a repartir golpes a todos los que se hallaban en las camas durmiendo, y después volví a subir la escalera, arrojándome por la ventana para huir y, cuando me hallé libre en el campo y comprendí lo que había hecho, me dirigí a la vía para arrojarme al paso del tren, llegando a ella cuando ya había cruzado el tren. Pensé en echarme al paso del primer tranvía y allí me esperé, dándome un tajo con la navajilla para ver si me mataba, no consiguiéndolo. Luego me detuvieron y me trajeron al Hospital”.
En “El País Vasco”, también se habla de la intencionalidad, pues afirma que no quería matar a nadie sino “saldar una antigua cuenta con un asilado y un empleado del Asilo”. Tanto este diario como “El Pueblo Vasco, coinciden en que, al ser interrogado por el juez, “no recordaba nada de lo ocurrido”.
Lecube recordó que su mujer, Cristina Elizgaray, trabajaba en el hospital como enfermera y pidió verla y que la avisaran de que él estaba allí; pero no se le hizo caso para evitar “una dolorosa escena”.
Tras el interrogatorio, como se ha dicho más arriba, Lecube comenzó a alterarse y a sufrir un ataque epiléptico, teniendo que ser asistido por el médico de guardia. Desde ese momento, se fueron repitiendo los ataques, quedando en “un estado de sopor” que le duró el resto del día. Debido a esto, el juez Cobian, no pudo interrogarle convenientemente.
Las instalaciones del asilo de Zorroaga a mediados del S XX. Kutxateka. |
EL “LOCO”
José Manuel Lecube era un hombre alto, fornido, de 49 años de edad, natural de Motrico y antiguo pescador de profesión. Había vivido en el Muelle de San Sebastián, donde era muy conocido.
Lecube padecía con frecuencia de ataques epilépticos. A causa de esto, fue ingresado en el Hospital San Antonio Abad (Manteo), al parecer, durante varios meses. Allí, según “La Voz de Guipúzcoa”, “gozaba de generales simpatías entre los enfermos y entre los superiores, por su buen carácter, afable y compasivo, y jamás dio muestras de violencia, ni aun en los momentos de los ataques epilépticos que padecía”. Cabe recordar que la mujer de Lecube trabajaba como enfermera en dicho hospital. Tras darse de alta en el hospital, pasó al asilo Reina Victoria (Zorroaga). Parece ser que de tener simples ataques epilépticos pasó a manifestar síntomas de enajenación mental.
En el asilo, se habían repetido los ataques y, por ello, siempre había sido atendido con gran cuidado. Según “El País Vasco”, tenía la manía de bajar “con frecuencia extraordinaria” al pabellón inferior. Pese a los ataques, parecía ser un hombre relativamente normal. Uno de los heridos, tras ser interrogado, manifestó que “era hombre que razonaba con extraordinario discernimiento, en los momentos de lucidez, que eran muy frecuentes”. Como hemos visto, los asilados no le temían, pues nunca mostró signo alguno de agresividad.
El diario “El País Vasco” nos describe los síntomas que padecía antes de sufrir los ataques:
“Los síntomas del ataque eran los siguientes: comenzar un paseo, en actitud ligeramente descompuesta; abiertas las manos, avanzar con las manos abiertas, como si fuese en busca de alguien, pero manteniendo constantemente la actitud de ser un ser ausente de sí mismo; pasaba cerca de los otros asilados y jamás les dirigió una palabra molesta, una frase en la que pudiera revelarse el propósito de agresión.”
Otro diario —”El Pueblo Vasco”—, añade un dato que podría ayudar a comprender el probable orígen de la enfermedad: Lecube era alcohólico.
También, según el testimonio del capellán del asilo, Lecube era “cardíaco” —es decir, padecía del corazón— y desde hacía unos días no se sentía bien. Dos días antes de la tragedia, había discutido acaloradamente con otro asilado, hasta el punto de llegar a decir que “estaba cansado de todo y que o iba a suicidarse o iba a matar a alguien”.
La tarde del mismo día de la tragedia, a las 19:00, estuvo en el despacho del director del asilo —el sacerdote Timoteo Iraola— hablando con él “correcta y reposadamente” y sin que revelase ninguna clase de anormalidad. Esa misma tarde, también estuvo hablando con Nicolás Cestona. Hizo la vida normal del asilo y se acostó como de costumbre en la galería superior, hasta que uno de los compañeros que se hallaba despierto, le oyó sollozar y decir á voces: “¡Me voy á matar!” El resto, como ya hemos visto, no hace falta explicarlo. Lecube llevaba asilado desde hacía algo más de un año —hay quien dice dos años—, sin haber causado conflicto alguno.
Una vez capturado, los diarios contarán los pormenores de su vida y, por si fuera poco, “El País Vasco”, en un alarde de sensacionalismo, contará un suceso pasado que tenía a Lecube por protagonista, para reafirmar que Lecube estaba “perturbado” de hacía tiempo:
“Era el año pasado, paseaba una tarde con un amigo suyo por el muelle. Entraron ambos a beber vino en una taberna de aquella parte de la población. Libaron bastante, y al salir, sin que entre ambos mediase palabra alguna, Lecube se abalanzó sobre su amigo, lo cogió por las solapas y sin darle explicación alguna, lo arrojó a la dársena.”
EL ARMA DEL CRIMEN
Nadie sabe de dónde sacó Manuel Lecube el arma del crimen. Las monjas aseguraron que se había efectuado hacía escasas semanas una recogida de armas —recogida hecha bajo la supervisión de un concejal—, no dejando ni tan siquiera “la más insignificante navajita” y que a los asilados se les había comprado cuchillos de mesa para el comedor. La prensa especula con que pudo haber adquirido el arma en una de sus salidas del asilo, ya que los asilados podían salir a pasear los domingos y los días festivos sin control alguno.
Por otro lado, nadie se pone de acuerdo en el tipo de arma: si un cuchillo de cocina de grandes dimensiones, un puñal o una simple navaja. Según el testimonio de los asilados, el capellán y las religiosas: un cuchillo de grande, de cocina. Según la opinión de los médicos, tras analizar las heridas de los asilados en la Casa de Socorro y el Hospital de Manteo, debió de ser una simple navaja. El diario “El País Vasco” al interrogar a los médicos nos dice lo siguiente:
“Según nos expresó uno de los médicos el arma con que se cometió la agresión fue una navaja, como lo demuestra el corte que tiene uno de los heridos, corte que demuestra que el arma se cerró en el momento de chocar con aquella.”
El propio Lecube reconoció, durante su confesión en el Hospital, “que no empleó ningún cuchillo para cometer sus fechorías y sí solo la pequeña navaja” —navaja que fue entregada a la policía tras la detención—; pero el diario “El País Vasco”, desmiente este comentario argumentando la gravedad de las heridas, contradiciéndose con lo arriba afirmado.
Quizás, el miedo y la propia fuerza de Lecube, hicieron pensar a los aterrorizados asilados y personal de Zorroaga que pudiera tratarse de un arma de mayor tamaño. La prensa, ávida de sensaciones fuertes, se mostrará claramente inclinada por la “historia” del gran cuchillo de cocina.
A POSTERIORI
Los diarios aprovecharon la ocasión para causar sensación con la noticia del suceso. La noticia corrió como la espuma por San Sebastián. Como es evidente, la gente quedó consternada y, como también era de esperar, comenzaron las críticas contra la dirección del asilo y la escasez de vigilancia del lugar. Las propias monjas del asilo manifestaron a la prensa su descontento por la falta de vigilancia en el establecimiento, en el que los asilados podían entrar y salir por la puerta cuando lo deseaban, burlando la vigilancia del único guardia disponible.
Se irían sucediendo diferentes visitas oficiales: El Alcalde Elosegui giró una visita al Asilo para ver a la Superiora y hermanas. El Gobernador Civil, Chacón, visitó el Hospital de Manteo, interesándose por las víctimas y aprovechando la coyuntura para inspeccionar todo el establecimiento; llevándose buena impresión de los observado.
En los siguientes días fueron sucediendose las noticias sobre el estado de los heridos. En el Hospital de Manteo, todos los heridos se restablecían, salvo Martín Cristobalena, que debido a su avanzada edad no progresaba.
El juez Cobian volvió a visitar a los heridos y, junto con el forense, tomó declaración a todos los heridos. Tanto Lecube como sus víctimas, prestaron declaración, no difiriendo de lo que dijeron el día del suceso.
También se sucedieron los funerales por el asesinado Antonio Egurza. Uno se celebró en la capilla del Hospital de San Antonio Abad, al que asistió el alcalde Elósegui. El otro se celebró en la capilla del Asilo Reina Victoria y al que asistieron el alcalde Elósegui, varios vocales de la Junta de Beneficencia y el personal del asilo junto con los asilados.
Por desgracia, no sabemos a ciencia cierta cuál fue la suerte de Lecube. Los diarios dan por sentado que sería trasladado al manicomio de Santa Águeda (Mondragón) cuando su estado lo permitiese y, hasta entonces, quedaba vigilado en su celda del Hospital de Manteo.
CONCLUSIÓN
¿Premeditación o Locura? No podemos asegurarlo con certeza. Como ya se ha dicho más arriba, la propia información aportada por la prensa tiende a contradecirse. Por un lado, muestra inclinación por hablar de locura espontánea, para luego añadir que “el loco” Lecube tenía como objetivo asesinar a ciertas personas. Me inclino a pensar que Lecube no estaba tan loco como quería hacer creer la prensa —el amarillismo está presente en todo momento— y que podía albergar cierta inquina por algunas de las víctimas y la monja antes mencionada, pudiéndose excusar en su “demencia” para proceder al asesinato. Pero nada de ésto se puede afirmar sin tener los datos del juzgado de instrucción y la opinión de un psiquiatra forense.
ION URRESTARAZU PARADA
FUENTES:
HEMEROTECA
WEB