Es la noche del 27 de noviembre de 1917. En la casa “Chimista-Enea” de Lasarte una anciana se debate entre la vida y la muerte. Alguien forcejea con ella, intentando ahogarla con su propia toquilla. Poco tiempo después, la anciana será enterrada a toda prisa en el sótano de la casa.
UNA DENUNCIA
El 1 de enero de 1918, un vecino de Pasajes, llamado José Fernando Beloqui, se presentó en la comisaría de San Sebastián para formular una denuncia con motivo de la desaparición de su hermana, la anciana Antonia Beloqui Vidarte, vecina de Lasarte. Los agentes pronto dieron con el principal sospechoso en esta historia: Prudencio Zozaya Ibarra.
Prudencio había llamado la atención del vecindario. Un recién llegado, con fama de aventurero—fue a Argentina en busca de fortuna—, gasta-duros y sin oficio conocido. Apenas llegó a Lasarte, comenzó a convivir con la desaparecida, gracias, al parecer, a que la madre de Prudencio era criada de la anciana.
La policía se llevó a Prudencio para interrogarlo. Una y otra vez repetía lo mismo: la anciana había salido de Lasarte para París, a finales de noviembre y que él la había acompañado hasta Irún. Añadió, que para contactar con ella debía de hacerlo mediante la Lista de Correos. La policía no creyó la coartada.
Cuando procedieron al cacheo, los agentes se llevaron una gran sorpresa. Prudencio llevaba encima unos cuantos papeles incriminatorios. Entre ellos, destacaban un pasaporte francés, recibos de bancos, resguardos de valores extranjeros y minas de Río Tinto por un valor aproximado de 400.000 ptas.; todo a nombre de la desaparecida. Automáticamente Prudencio quedó detenido como principal sospechoso.
HALLAZGO MACABRO
Durante la tarde del 3 de enero, se procedió al registro de “Chimista-Enea”. Allí se encontraron algunos detalles sospechosos, como 14.000 ptas. en valores escondidos, una caja de caudales que había sido violentada y cubiertos de plata acumulados en cantidad. La policía no encontró rastro alguno de la anciana Beloqui.
La policía sospechaba ya que se trataba de un asesinato. Tras no hallar el cadáver en la vivienda, procedieron a excavar la huerta y el pozo de la finca, siempre acompañados de dos perros, propiedad de la desaparecida. No encontraron nada.
Entonces, decidieron investigar la bodega de la casa. Allí vieron algo que les hizo sospechar: bajo un montón de leña perfectamente colocada, la tierra parecía removida. Los perros, nerviosos, comenzaron a ladrar y a escarbar.
El hedor de la putrefacción pronto llenó el aire de la bodega. Casi a ras de tierra hallaron el cadáver de la anciana Beloqui. En la boca, a manera de mordaza, tenía una toquilla metida. Estaba claro que había sido un asesinato.
EL JUICIO
Prudencio, que había permanecido en la cárcel de Ondarreta todo este tiempo, terminó confesando cómo había asaltado a Antonia mientras esta dormía, con un pañuelo impregnado en cocaína, creyendo que dicha sustancia la anestesiaría. Aquello no funcionó. Viendo que la anciana estaba despierta y a la defensiva, intentó hacerla callar introduciéndole parte de la toquilla en la boca. Terminó estrangulándola con las manos y, tras enterrarla, con toda frialdad, se fue a dormir.
En principio, la policía no creyó que el crimen hubiera sido cosa de una sola persona. Se procedió a la detención preventiva de la madre y del padrastro de Prudencio. Además se interrogó a una docena de personas, entre las que destacó un conocido jockey llamado O’Connor, al parecer “amigo” del sospechoso. Todos hablaron de los dispendios de Prudencio, como los constantes convites a champán, las visitas al hipódromo o algún restaurante caro de San Sebastián.
El juicio comenzaría el 31 de marzo y duraría tres días. Generó gran expectativa. El público acudió en masa al Palacio de Justicia de San Sebastián, quedando la sala abarrotada durante todas las sesiones. La guardia civil tuvo que contenerlos para evitar males mayores, ya que llegaron a darse desmayos y el bullicio generado provocó que la sala fuera evacuada en varias ocasiones.
El abogado defensor fue Gabriel María de Laffitte—ex-alcalde de San Sebastián—. Su defensa se basó en las minusvalías de Prudencio—alcoholismo crónico, enfermedad venérea y supuesta ceguera de un ojo—, para evitar a toda costa la pena capital. También defendió las afirmaciones del encausado sobre el dudoso origen de la fortuna de Antonia—supuestamente por corrupción y proxenetismo de menores—.
El fiscal Pérez Moso desmontó las tesis de Laffitte con éxito, fundamentando la teoría de la premeditación para cometer el crimen con intención de robo. El veredicto del jurado fue claro: pena de muerte. Pero, pese a la dramática sentencia, el 23 enero de 1920, con motivo de su santo, el rey Alfonso XIII firmaría un real decreto con el indulto para Prudencio Zozaya, que pasaría a sufrir cadena perpetua en Figueras, dedicando el resto de sus días a hacer cestas de palma y a criar canarios.
ION URRESTARAZU PARADA